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“El caso de Villa Caprice”: entre corruptos anda el juego

Bernard Stora dirige un contundente filme sobre la ambición y la moral

Niels Arestrup y Patrick Bruel en "El caso de Villa Caprice"
Niels Arestrup y Patrick Bruel en "El caso de Villa Caprice"ImdbImdb

Hay un componente ciertamente humano y frágil dentro de la dinámica personal que se termina estableciendo en ese binomio tan explotable en términos cinematográficos de abogado-cliente. Incluso aunque el que solicita los servicios sea, como en el caso de la última cinta de Bernard Stora, un empresario ostentoso e individualista, y el encargado de atender las peticiones, a quien da vida un sólido Niels Arestrup, un despótico jurista de cuestionables métodos. “Su supuesto poder es una ilusión: no le pagan, le compran”, llegará a reprocharle Gilles Fontaine –el empresario en cuestión– al letrado en uno de los momentos de mayor tensión de “El caso Villa Caprice” y que mejor ejemplifica lo tramposa que puede ser la estructura jerárquica del poder y lo adictiva que puede resultar la villanía.

Un fotograma de "El caso de Villa Caprice"
Un fotograma de "El caso de Villa Caprice"ImdbImdb

El director comenta en entrevista con LA RAZÓN que “efectivamente fue Pascale Robert-Diard (cronista judicial de “Le Monde”) quien me contactó para darme la idea, pero yo ya la conocía de antes y había trabajado con ella en mi cabeza. El suicidio de Metzner le había causado un profundo impacto. De forma intercalada seguimos en contacto y yo tenía clara una cosa: no quería contar la historia de manera literal, no pretendía hacer un biopic ni subirme al carro del documental, sino trasladarlo al campo de la ficción”, explica en clara referencia a la inspiración de la historia en el trágico final de la vida de Olivier Metzner, el reconocido abogado penalista defensor de la jet set francesa cuyo cuerpo sin vida apareció flotando a orillas de su isla privada de Böedic en Bretaña tras haber dejado una nota de suicidio. Buscaba, en fin, la recreación de “un enfrentamiento. Esos dos hombres poderosos frente a frente sin etiquetas ni señalamientos demasiado evidentes”.

Stora sabe lo tentador que puede suponer un retrato simpático del malo, sin embargo afirma que “es verdad que los malos no siempre tienen pinta de malos. Hay malvados muy seductores. En este caso no pretendía dibujar unos personajes horribles, a los que fuera fácil repudiar, sino que se parecieran psicológicamente a cualquier persona corriente que tiene complejidades. No quería caricaturizar la maldad. Muchas veces nos encontramos con situaciones que ocurren inicialmente como algo bueno o sencillo y a medida que se van desarrollando terminan complicándose de un modo que no habíamos imaginado al principio”.

Así, entre componendas tergiversadas, aristas difíciles de perfilar y alejamientos conscientes de un cine de denuncia, el director francés radiografía los subterfugios morales de los protagonistas y de la corrupción misma: “La corrupción es algo inevitable, un mal endémico que no se puede erradicar de golpe. Algo contra lo que tienes que luchar siempre y que por desgracia termina resurgiendo. Pero no soy pesimista con nuestro presente, pese lo agitado que es en términos políticos, y creo que la sociedad en términos de honestidad era mucho peor antes que ahora”, se despide.