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“Alcarràs”, o por qué una cosecha de melocotones en Lérida vale un Oso de Oro

La directora Carla Simón (”Verano 1993″) acaricia ya el máximo premio de Berlín con un pequeño milagro audiovisual que habla de la memoria de quienes trabajan el campo
SASCHA STEINBACHEFE
La Razón
  • Sergi Sánchez

    Sergi Sánchez

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Es difícil saber qué piensa M. Night Shyamalan, presidente del jurado de esta edición de la Berlinale, de una película como “Alcarràs”, tan lejana de su imaginario. Si hay que guiarse por la calurosa acogida de la prensa acreditada, que ha tenido que soportar una competición más bien irregular, el segundo y extraordinario filme de Carla Simón huele a premio. Fue en este festival, hace cinco años, donde “Verano 1993″ arrancó su exitosa carrera. “Alcarràs” es una apuesta más ambiciosa. Porque filma un espacio que es a la vez raíz y transformación; porque abarca el retrato coral de una familia desde un trabajo de dirección de precisión milimétrica; porque habla de la nostalgia y de la memoria sin dejar de pisar el presente; porque todos los detalles aportan -el acento leridano, las verbenas de pueblo, los caracoles a la brasa- una impresión de realidad alérgica al pintoresquismo; porque los no-actores son oro puro; porque hace que lo más difícil -el transcurrir de la vida- tenga un arco dramático que calma la sed de verdad del espectador. La historia de la familia Simó ante la que pueda ser su última cosecha de melocotones, cuando el dueño de las tierras que trabajan las reclama para instalar placas solares, es el pequeño gran milagro de esta Berlinale.
Como en “Verano 1993″, la película tiene rasgos autobiográficos. ¿El cine es una manera de volver a la infancia?
El motor de “Alcarràs” fue la muerte de mi padrino mientras estaba escribiendo “Verano 1993″. Quise valorar su legado. De repente pensé que los melocotoneros que heredaban mis tíos tal vez no existirían para siempre. Y que los momentos familiares que había vivido allí, cuando falta alguien, ya no serían lo mismo. Puede que también haya nostalgia en relación a una manera de hacer agricultura, un modelo que está desapareciendo. La película es un retorno a la infancia y una reivindicación de un espacio de encuentro familiar.
La familia Simó gestiona las tierras porque, en tiempos de la Guerra Civil, escondieron y salvaron a sus dueños de la muerte. Ahora los contratos orales no sirven, y los herederos de los terratenientes ya no se acuerdan de los motivos de la cesión. ¿Es tu manera de abordar el tema de la memoria histórica?
Alcarràs está entre Cataluña y Aragón, un territorio donde hubo muchas batallas, está plagado de bunkers y trincheras. Hay una presencia de la Guerra Civil en el paisaje y en la memoria de la gente, aunque cada vez menos, porque los supervivientes van muriendo. Para mí, era importante destacar esa presencia, pero sin subrayarla.
Tanto la agricultura tradicional como las energías renovables son necesarias para el planeta. La película se decanta por una opción pero no critica la otra…
No quería juzgarlo, porque al final los mayores dilemas morales son los que no tienen una respuesta. Se produce una división familiar por dos opciones que pueden ser correctas, tanto trabajar para que las placas solares funcionen como resistirse a ello. Que el cambio que propone el dueño de las tierras tenga que ver con algo que hace bien al planeta provoca que la decisión sea aún más compleja. A veces unos pierden y otros ganan. Lo que está claro es que, cuando hablamos con los campesinos durante el casting, tenían una visión muy desesperanzada de su futuro. Nadie quiere que sus hijos continúen con la agricultura tradicional. En realidad, la película no es más que la crónica de una muerte anunciada.
En cierto modo, “Alcarràs” da voz a la España vaciada
Lérida no es la España vacía más dura. La gente vive de la agricultura, de la ganadería, y no está tan deshabitada como otras zonas del país. Pero también es verdad que va en camino de vaciarse, porque hay una gran falta de relevo generacional, no se puede vivir dignamente de ello. El precio de la fruta fluctúa, a veces les cuesta más producir que ganarse el pan. Es una manera de vivir poco sostenible, al contrario que hace unos años, y poco a poco, la gente abandona las tierras.
”Verano 1993″ tenía un punto de vista muy claro. “Alcarràs” es, por el contrario, una película coral. ¿Cómo afrontaste el reto?
Fue divertido y complejo a la vez. Tengo una tendencia muy acusada a fijarme en el detalle, y con tantos personajes eso era difícil de controlar. Lo que teníamos muy claro era que no queríamos una estructura de serie. Queríamos que la familia se moviera como un único personaje, que fuera un viaje emocional colectivo. Las emociones tenían que desplegarse en efecto dominó, de un personaje a otro. Hay algo de relevo narrativo que trabajamos desde el guion, pero también desde la cámara y el montaje. Los referentes de coralidad que podíamos tener, como Berlanga o Desplechin, se alejaban mucho de lo que queríamos hacer. Ha sido un aprendizaje muy exigente.
Es inevitable pensar en el Neorrealismo italiano y sus herederos contemporáneos, desde los Taviani a Alba Rohrwacher…
La película es una co-producción italiana, y casi diría que lo es por mis referentes. A un nivel casi filosófico, no puedo identificarme más con el Neorrealismo. Una manera de retratar a los personajes, de posicionar la cámara… En el caso de “Alcarràs” no pude ser fiel a esa filosofía al cien por cien por culpa de la pandemia, porque yo quería rodar en las fiestas mayores, en los mercados, sin tenerlo que recrear, pero me guiaba el espíritu del Neorrealismo. Desde “La terra trema” a “Arroz amargo”, pero también, en esa línea, Ermanno Olmi, sobre todo “El árbol de los zuecos”. Lo importante era no idealizar el espacio. Lérida es un lugar duro, el trabajo en el campo y la agricultura lo es.
¿Qué es lo que el cine capta de la realidad que no sabe percibir el ojo por sí mismo?
Lo importante es el gesto. El gesto de lo humano, que pasa desapercibido en la realidad y que la cámara registra. Puede resultar algo abstracto, y que pasa por mucho trabajo previo con los actores, y por encontrar un equilibrio entre el control y el caos. Entre el control como directora sobre lo que estás buscando y la necesidad de crear un espacio de libertad donde los actores puedan ser ellos mismos y surja algo vivo y que tiene verdad.
Esa verdad de la que hablas emana de los actores no profesionales. ¿Cómo fue el casting y cómo trabajas con ellos para que se olviden de la cámara?
Si el Covid hubiera aparecido un año antes, nunca hubiéramos podido conseguir este casting. Lo empezamos a hacer en 2019, durante las fiestas mayores de los pueblos de la zona, observábamos quién podía encajar en uno u otro personaje, y les proponíamos que se presentaran. Vimos a unas nueve mil personas. Toda la comarca se enteró y tenía muchas ganas de participar. Fue desbordante. Buscábamos gente que se pareciera a nuestros personajes, algo que era muy fácil, porque muchos han sido campesinos o tienen familia que se dedica a la agricultura, de manera que todos sentían el vínculo con la tierra de una manera u otra. Una vez escogidos, el proceso fue muy similar al que seguí con “Verano 1993″. Me alquilé una casa en Lérida, y durante dos o tres meses ellos venían, no todos juntos, en combinaciones distintas para crear vínculos. Después de fortalecerlos, hicimos una lectura de guion. Y después entré yo, intentando que no memorizaran pero que entendieran las ideas generales de cada escena, respetaran el turno de palabra y también el guion.
Es curioso que la última hornada de cineastas españolas, directoras como Clara Roquet, Pilar Palomero, Belén Funes o tú misma, entendáis el cine desde una perspectiva realista…
Venimos de una tradición de un cine muy actuado. Cineastas como Joaquín Jordà o José Luis Guerín abrieron muchas puertas en este sentido, o Isaki Lacuesta, con el que coincido en sección oficial, cuya “La leyenda del tiempo” fue toda una revelación para mí. En todo caso, soy muy partidaria de que no nos conformemos con esta etiqueta. Para mí el realismo es muy importante, pero yo entiendo el cine como un espacio de libertad.
Huppert, siempre positiva
La Berlinale acaba con el gafe puesto. Con la ilusión que debía hacerles que Isabelle Huppert paseara por la alfombra roja y recogiera su Oso de Oro honorífico, y resulta que da positivo por Covid. El público tendrá que conformarse con esa nadería titulada “A propósito de Joan”, segunda película de Laurent Laurivière, que ayer se proyectó en homenaje a la gigantesca diva del cine europeo, también la más estajanovista. En este tramposo melodrama, Joan, editora jubilada, se retira a una casa de campo para hacer repaso de su azarosa vida como madre soltera. El hijo, emigrado al Canadá, la visita. En una amalgama de ‘flashbacks’, a veces muy poco afortunados -los de su primer amor, o los protagonizados por Lars Eidinger, presuntamente cómicos-, Huppert soporta sobre sus pequeñas espaldas un malvado giro de guion que pretende dar profundidad a su personaje, aunque solo consigue que el espectador sienta que le han tomado el pelo.