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Berlinale

La «gripe asiática» llega a una Berlinale rendida a Oriente

Hasta cuatro películas de aquel continente compiten en la Sección Oficial, con Ruysuke Hamaguchi entre el jurado

«Return to Dust», del director Li Ruijun, es una de las principales candidatas al Oso de oro
«Return to Dust», del director Li Ruijun, es una de las principales candidatas al Oso de oroLa Razón

Cuatro películas asiáticas a competición son una apuesta segura. Está claro que la 72.ª edición de la Berlinale quiere que el cine oriental se lleve un premio a casa. ¿Será porque Ryusuke Hamaguchi está en el jurado? A falta de ver la coreana «The Novelist’s Film», del sospechoso habitual Hong Sang-soo, que cerrará «in extremis» la competición oficial, la china «Return to Dust», de Li Ruijun, es la más firme candidata a figurar en el palmarés. Le sigue, de cerca, «Nana (Before, Now and Then)», de la indonesia Kamila Andini, y, en la cola, la decepcionante «Everything Will Be Ok», del camboyano afincado en Francia Rithy Panh.

«Return to Dust» cuenta la delicada historia de amor de Ma y Cao, dos almas bondadosas unidas por un matrimonio de conveniencia. Estamos en la China rural, donde la pobreza se compensa por la voluntad, el esfuerzo y la firme creencia en la tierra como aquello donde todo nace y muere, y nos da de comer, y nos hace regalos si se siente correspondida. Por un lado, «Return to Dust» podría entenderse como una reivindicación de esa China invisible, la China del pueblo llano, honesta, humilde y generosa, frente a la China que ha enterrado sus valores bajo la demanda inhumana del crecimiento capitalista. Por otro, y esto es lo más atractivo de la película, rodada con un exquisito sentido del encuadre, la luz y el color, está el amor entre dos desclasados, incluso en un entorno rural que se rige aún como un régimen feudal, donde la diferencia es castigada –Cao es tímido y demasiado mayor para permanecer soltero, Mao está parcialmente discapacitada– con el aislamiento y la marginación. Ecos de películas tan bellas como «El pan nuestro de cada día» o «Las uvas de la ira» resuenan en la lucha contra la adversidad de estos dos personajes que se quieren silenciosamente mientras el ciclo de las estaciones les procura un refugio.

Aroma de entreguerras

En «Nana (Before, Now and Then)», la exquisitez formal impregna a la película, un melodrama en toda regla, del aroma de las «women’s pictures» del Hollywood de los cuarenta y cincuenta con un aire a lo Wong Kar-Wai. La indonesia Kamila Andini pone en relación dos arquetipos femeninos que bien podríamos encontrar en los clásicos de Joan Crawford o Barbara Stanwyck: la mujer doméstica, atrapada entre sus obligaciones como esposa de un empresario infiel y el ansia de libertad, y su némesis, la amante de su marido, una chica que sueña con tener su propio negocio y se enorgullece de su independencia en la Indonesia de los años sesenta, en la que ser comunista empezaba a ser motivo de ejecución sumaria con la inminente llegada al poder del general Suharto. A pesar de que, en el prólogo del filme, el contexto político parece que adquirirá importancia, luego Andini prefiere desdibujarlo frente a la historia de amistad que se forja entre estas dos mujeres que, en el fondo, son como dos gotas de agua. A la película, que se mueve con elegancia con un ritmo indolente, casi de siesta de verano, a veces le cuesta desperezarse, pero desprende una armonía estética y visual (atención a la gama de verdes y granates que hermanan espacios y vestuario) absolutamente hipnótica.

No puede decirse precisamente que «Everything Will Be Ok» peque de la humildad de «Return to Dust» o de la sensibilidad de «Nana». Si Rithy Panh, director de uno de los documentales más escalofriantes jamás filmados sobre la violencia ejercida por una dictadura (la de los jemeres rojos en Camboya, en «S-21: La máquina roja de matar»), empieza su omnívoro, pretencioso filme-ensayo con el nacimiento de un monolito clavado al de «2001: Odisea en el espacio», deberíamos tomárnoslo como una declaración de principios. Si Panh ha dedicado toda su obra a exorcizar su pasado como víctima de un régimen sanguinario, ahora su objetivo se extiende a la historia de la humanidad. El modelo de Panh es Chris Marker, concretamente el de «Sans Soleil», aunque el cineasta camboyano no parece entender que no es suficiente escribir un texto presuntamente poético si la poesía se sustenta en palabras pomposas y triviales.

En su alegoría sobre la crueldad humana en todas sus variantes genéticas, representadas en un indigesto cóctel estético –figuritas de arcilla (como en «La imagen perdida»), multipantalla, imágenes de archivo–, frases del estilo «La ideología es el ogro» o «La pantalla es el monstruo» se erigen en consignas estériles que pretenden denunciar desde un torpe, arrogante lirismo su traumática experiencia, la sociedad de la hipervigilancia, las atrocidades cometidas contra el mundo animal y el totalitarismo pandémico. Monos y jabalíes de arcilla conviven en un mundo devastado, o en las vísceras electrónicas de una máquina infernal, inmóviles como fósiles, casi como el antiguo y añejo testimonio de un discurso ciego, tan baldío y reseco como el propio corazón del hombre contemporáneo del que pretende hacer una crítica.

Charlotte Gainsbourg, en su nuevo filme
Charlotte Gainsbourg, en su nuevo filmeLa Razón

Gainsbourg, pequeña, muy pequeña

Mayo de 1981. François Miterrand gana las elecciones a la presidencia francesa. Ese hecho histórico, con el que empieza «Les passegers de la nuit», de Mikhaël Hers, que ayer competía en la Berlinale, es una falsa pista para un relato mayormente intimista sobre la recomposición de una familia, rota por el divorcio, durante la década de los ochenta. El factor político no es ni un telón de fondo: aquí lo que importa es cómo Elisabeth (Charlotte Gainsbourg, en la foto), madre de dos hijos al filo de volar del nido, resucita de sus cenizas encontrándose a sí misma en las ondas de un programa de radio y dando cobijo a una joven sin hogar que la ayudará a abrirse. La película no es mucho más que su sinopsis: los pequeños conflictos de la vida cotidiana se tratan sin dramatismo, lo que, por un lado, aprovecha la calidez de las relaciones entre sus personajes y, por otro, aplana demasiado sus intenciones. Sospechamos que a Hers le habría gustado hacer una versión sintética de «Boyhood» desde la perspectiva materna, ahora con la Gainsbourg siendo la Arquette francesa, pero el resultado es en exceso aséptico para que funcione. Celebramos, eso sí, su homenaje a la Pascale Ogier de «Las noches de la luna llena».