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Steve McCurry: “Siempre he estado demasiado ocupado como para sentirme solo”

Este observador privilegiado, autor de la icónica imagen de la niña afgana, protagoniza el documental “McCurry. La búsqueda del color”, dirigido por Denis Delestrec
Alberto R. RoldánLa Razón
  • Periodista. Amante de muchas cosas. Experta oficial de ninguna. Admiradora tardía de Kiarostami y Rohmer. Hablo alto, llego tarde y escribo en La Razón

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Cuando uno repara con detenimiento en los ojos de Steve McCurry tiene la inevitable sensación de que en las distintas tonalidades de azul que los orientan y hasta en el velo invisible de luz que los protegen, están contenidos todos los ruidos del mundo, desfilando por sus pupilas a ritmo de centrifugadora como una hilera infinita de sucesiones de imágenes inacabadas, vivas, ansiosas, dispuestas a dispararte en cualquier momento. Mirándole puedes escuchar el pitido de un tren avanzando por alguna vía inhóspita de la India; la ferocidad de un monzón inundando las calles de Uttar Pradesh (estado situado al norte del país hindú); el lamento de un niño mexicano apuntándose con una pistola, puedes ver la mano de un soldado muerto impregnada de petróleo que parece emerger de la tierra en mitad de un escenario ensordecido por las bombas o incluso la mirada felina de Sharbat Gula, la niña afgana de 12 años que se encontraba en un campo de refugiados en Pakistán y se convirtió en protagonista de una instantánea publicada en el 85 por el National Geographic absolutamente icónica, cargada de simbolismo, de leyenda y poder que aumentó la popularidad de este fotógrafo estadounidense de manera exponencial.

Infinitos lugares

McCurry lleva toda la vida acostumbrado a relatar al otro a través de la cámara pero esta vez se pone por primera vez en el centro de la foto y recala en Madrid para presentar el primer documental sobre su vida y su obra, “McCurry. La búsqueda del color”, con el que Denis Delestrec, inquieto director francés especializado en la denuncia sistemática de los impactos ecológicos, ha querido proponer un viaje íntimo y comprometido por sus más de 40 años de carrera en el que, acompañadas de la narración de familiares y amigos, las historias detrás de las fotografías de este observador aventajado, cobran sentido y adquieren una dimensión distinta. Protegidos por la imponente corporalidad de la escultura de Diana Cazadora que corona con su arco la terraza de la décima planta de un hotel en Gran Vía y mecidos por un calor asfixiante, ajustamos el obturador, colocamos las palabras y comenzamos con la ráfaga. “No diría que he sentido timidez ni pudor a la hora de hacer este documental porque creo que mi vida ha sido lo suficientemente interesante como para contarla y ha sido un honor para mí que Denis quisiera hacerlo. He visto muchas cosas, he estado en muchos lugares y eso merece la pena ser contado ¿no?”, alude entrañable este hombre de 72 años que sigue sin considerarse reportero de guerra ni fotoperiodista pese a haber cubierto algunos de los conflictos internacionales más relevantes del siglo XX como la Guerra de Afganistán, Camboya, Filipinas, Beirut o la Guerra del Golfo.
La mirada es para él, es “algo que se puede desarrollar, aprender, educar. La manera en la que miras puede variar, ser más aguda porque la persona que la porta es más perspicaz tal vez, hay gente que tiene más talento que otra a la hora de desarrollar la mirada, pero creo que también es algo que se puede aprender”. Por eso su entidad como fotógrafo se gestó mucho antes de capturar los ojos verdes de la niña afgana. Instantes previos a ese momento, su exploración creativa se encontraba en un periodo de iniciación y libertad absoluta: tenía 27 años, ganas de largarse de Pensilvania, algo de dinero ahorrado, 200 carretes de Kodachrome y un billete de ida para la India. “Llevaba dos años haciendo las mismas fotos y acabé viendo que no quería pasar mi vida así. Quería irme. Decidí que, aunque eso pudiera matarme, lo haría. Cuando llegué allí me di cuenta de que era otro mundo, uno mágico”, relata en el documental.
Al preguntarle si tuvo miedo de que la popularidad adquirida gracias al famoso retrato que apenas un año después de aquello realizaría eclipsara tanto su trayectoria anterior como los trabajos futuros que más tarde llegarían, responde pausado: “Si te soy sincero, nunca me preocupó. Hay muchísimo trabajo detrás de grandes artistas famosos de los que a lo mejor solo conocemos una o dos piezas. Pero creo que es mejor ser conocido por algo que no ser conocido por nada en absoluto. Que la gente conozca algo más de mi trabajo es algo que se escapa de mi área de control. Si uno pensara en ello de forma recurrente o condicionara su trabajo como fotógrafo a la popularidad de una sola imagen creo que terminaría paralizándose e incluso conformándose, que es peor. “Ya está, ya lo he hecho, no voy a ser capaz de volver a hacer algo en mi vida que sea tan significativo”. Eso es absurdo. Haz siempre lo que te guste, lo que te encante, lo que sea importante y si la gente te recuerda es porque aquello en lo que creías lo hiciste bien”, señala.
Hace falta remontarse al 2001 para rescatar el origen de la relación entre el director y el fotógrafo. Reconoce Delestrec que “nunca había visto a Steve trabajando, fotografiando… no habíamos viajado juntos así que fue fascinante verle sobre el terreno, hablando con la gente que le conoce de cerca y entender cómo una persona puede representar una historia compleja en una sola imagen. Esto es algo que lleva tiempo. Nos hemos respetado mucho sin interferir en el trabajo del otro, hemos dejado que las cosas fluyeran de manera natural y creo que esto se basa esencialmente en la confianza que tenemos, el respeto y mucho trabajo duro”. Y el reflejo de ese trabajo duro, vuelve a adquirir precisamente magnitud de mensaje amplificado con el que mostrar los colores del planeta que estamos dejando. Advertencia: cada vez están más apagados.
“Seguramente podría haber hecho más por el medioambiente -matiza el fotógrafo con gesto pensativo- debería intentar hacer más porque es un tema importante al que todos deberíamos prestar la atención. Creo que el planeta está en una situación muy difícil y a menos que tomemos medidas más urgentes y estrictas, quién sabe qué va ocurrir con él… Podría convertirse en un lugar muy distinto. Parece que las cosas no van en la dirección adecuada o al menos esa es la sensación que tengo: estamos avanzando muy lentamente: resurge el racismo, se acelera el cambio climático, retrocedemos en algunas cosas, avanzamos en otras. ¿Podemos resolverlo a tiempo? Esa es la pregunta, antes de que estemos bajo el agua”. Por su parte Delestrec apostilla que “hace veinte o treinta años era una elección y ahora ya no. Todos vivimos en el mismo hogar, que es este planeta y a todos debería preocuparnos cuidar de este lugar que se está convirtiendo en un espacio frágil como consecuencia de la actividad humana. Es por eso que con la mayor parte de mis películas y documentales intento contar estas historias y deseo que mucha gente las escuche con atención y reaccione de la manera correcta. Tenemos la suerte de ser narradores, de tener a gente que mira lo que hacemos y escucha lo que decimos y es un gran honor tener este altavoz y decir: cuidado con esto y si puedes cambiar algo hazlo, pero mejor hazlo ahora y no esperes a que lo haga el de al lado”.
El documental transita por una serie de continentes en los que la figura de McCurry, portador de un nervio aventurero que no le ha permitido quedarse en ningún lugar lo suficiente como para considerarlo casa (hasta ahora, eso sí: momento en el que se encuentra transformado por una paternidad tardía y acompañado de una estabilidad sentimental y un espacio de protección familiar que le hacen feliz), se percibe acompañada de un nomadismo adquirido con el tiempo, de un espíritu errante que confía en el destino, en la intuición, se revela contra las injusticias del cambio climático y el reparto desigual de los recursos y que a veces, va acompañado de una inevitable soledad, algo que asegura haber sentido en muy pocas ocasiones. “La verdad es que recuerdo de manera particular los momentos en los que me he sentido solo y son unos pocos en realidad, no muchos. Voy a contarte una cosa, aunque nos salgamos un poco del foco. Son las seis de la tarde y el cielo está muy oscuro, estoy rodeado de combatientes afganos en una sala y fuera hace frío. Somos unas veinte personas en total que no hablan el mismo idioma y de fondo suena una radio muy vieja. Quedan cuatro horas para que me vaya a dormir, voy a comer algo que seguramente no esté muy bien, estoy sentado y no es divertido. Simplemente estaba ahí pensando ¿qué coño hago yo aquí? En esa ocasión, me sentí solo”.
Pero dejando al márgen el episodio en cuestión, “realmente en mis viajes, en mis trabajos, siempre estoy acompañado: tengo una asistente, un intérprete, un conductor, estoy trabajando, amanece, nos movemos. A lo mejor hace 25 años me pasaba una hora llamando a mi oficina metido en una cabina de teléfono y podía sentirme así pero ahora viajo con mi familia, he viajado a lo largo del mundo con amigos, en compañía de otras personas con las que me iba encontrando en diferentes partes, coincidía con fotógrafos con los que me iba a cenar aquí y allá. Siempre he estado demasiado ocupado como para sentirme solo”, admite antes de despedirse con un gesto disimulado en el que se adivina una máxima de la que McCurry se considera partidario: la vida es corta y tenemos que estar presentes.