Cine
Es difícil contestar, porque cada pregunta devuelve otra, nueva. ¿Qué se acaba, realmente, cuando se acaba el amor? El yo en el otro, según Cernuda. La piedad, si atendemos a la canción de Mon Laferte. Pero, ¿qué se pierde, en verdad, cuando uno está a punto de perder la vida? ¿Qué se rompe cuando somos conscientes de nuestra propia fragilidad? Con exquisita sensibilidad y mano quirúrgica para huir del sensacionalismo, Isaki Lacuesta dirige «Un año, una noche», adaptación del relato en primera persona de Ramón González, presente en el atentado de la sala Bataclan, sobre las ruinas emocionales del trauma.
«En el libro encontré un montón de cosas que los medios de comunicación, por el ritmo, no pueden transmitir. Las vidas personales, las vidas íntimas. Y la violencia del momento a momento, el escenario, los camerinos, esa lucha por la supervivencia. Eso me impactó mucho y me hacía sentir mucha responsabilidad. Pero ahí fue cuando viajamos a conocer a Ramón y a Mariana, su pareja. Ahí me di cuenta de que había una película, porque entendí que no se trataba tanto de hacer una película sobre Bataclan o el terrorismo, sino de hacer un retrato del duelo», explica convencido Lacuesta a LA RAZÓN. Y sigue: «Podíamos hablar de lo muy concreto, retratar los detalles personales. Y, sobre todo, narrarlo desde las dos perspectivas de ellos, tan distintas. Uno había reaccionado deseando cambiar su vida, y la otra diciendo que no permitiría que los terroristas afectaran su día a día. Ahí había cine y podíamos asirnos a ello», añade.
La condición de víctima
Con un montaje vertiginoso, que nos pierde por momentos en el laberinto de recuerdos -reales y falsos, siempre efímeros- de la pareja, «Un año, una noche», además de una demostración de poderío de sus protagonistas, Nahuel Pérez Biscayart y Noémie Mérlant, es un rompecabezas sobre la imagen que estamos dispuestos a componer de nosotros mismos. Un estudio pragmático sobre la condición, lastimosa o no, de víctima y su aceptación, casi: «Ellos odian la palabra superviviente y nos piden expresamente que no la usemos en la película. Conozco a personas que, en su día y cuando el Estado francés les ofreció acogerse al estatuto de víctimas lo rechazaron. He filmado mucho sobre ETA, y me he dado cuenta de que desde los medios y desde la política se tiende a hablar de las víctimas como un colectivo homogéneo, cuando eso no puede ser así. Si no entendemos eso, los cuidados no funcionan», matiza vehemente Lacuesta.
En ese puzle que nos devuelve el director vasco, llama la atención lo libre que puede llegar a ser la película en términos interpretativos. En toda la amplitud polisémica de la palabra: “Yo me imaginaba dos posibles lecturas. Todos tienen recuerdos inventados y transfigurados. Una de las víctimas nos contaba que, cuando les dijeron que no miraran abajo, lo hizo y vio a su amigo, pero su amigo estaba fuera, en realidad, vivo. Testimonios como ese te hacen pensar en ese conjunto de recuerdos que se vuelven borrosos por el trauma”, explica sobre lo textual en película, antes de alabar a sus dos protagonistas, sostenes en realidad de lo dramático en el filme: “Fue increíble. Pero es que claro, son actores superdotados. Tienen un nivel de exigencia en el que no hace falta empujarles. En cualquier otro rodaje habría escenas en las que el equipo les acabaría ovacionando y aquí eran ellos los que pedían una toma más. Es difícil que la película pueda dar cuenta de lo buenos que son”.
Tragedia en tres frentes
De preciosa factura técnica y alejada de lo espectacular, gracias también a un trabajo en la fotografía de Irina Lubtchansky que por momentos pierde toda la profundidad de campo para encontrar a los personajes solos en sí mismos, la película lidiaba a priori con tres frentes que Lacuesta tenía claro cómo afrontar: «La primera decisión fue no caer en el fuera de campo timorato de cine de autor. Porque no correspondía a lo que nos contaban ellos y a su experiencia. Había que mostrar Bataclan. El libro comienza describiendo el tiroteo. No quería mostrar, eso sí, a los terroristas. No sé cómo hacerlo sin que sea obsceno, así que recurrí a los ojos de Nahuel», precisa el realizador, que se miró primero en “El hijo de Saúl”, la alabada película de László Nemes sobre el Holocausto: “Lo discutimos mucho con Irina (Lubtchansky), porque esa película crea con su foto una sensación de estilo que en realidad engaña. Lo enseña absolutamente todo. Ves las cámaras de gas, los niños, cadáveres… Posiblemente también influya eso del kilómetro sentimental que se dice en la prensa, por el tiempo que ha pasado desde entonces. Aquí es todo tan reciente… No es lo mismo que el Holocausto, y no se ha tratado desde la ficción desde tantos ángulos distintos. Lo reciente tiende más a lo obsceno”, matiza.
El director responde también acerca del sufrimiento en términos femeninos -escribe de nuevo el guion junto a Isa Campo y Fran Araújo- y a la represión del personaje de Mérlant: «En el fondo, Ramón hace su catarsis al principio y es ella la que debe girar dramáticamente más fuerte. Noémie (Mérlant) me propuso una cosa que nunca había hecho, trabajar con una coreógrafa. Además del trabajo de mesa, hacerlo también sin palabras, solo con el cuerpo. Estuvimos ensayando cómo caminaban, cómo se ponían las mantas térmicas, cómo dormían, cómo reaccionaban incluso al contacto ajeno. Y, hostia, fue una de las cosas más constructivas de la película para mí. Sus parpadeos, los espasmos, las formas de caminar… todo suma”.
Y, por último, Lacuesta reflexiona sobre el componente racial, quizá uno de los puntos fuertes de su ensayo sobre la condición de víctima: “No respondía a la realidad de Ramón y Céline, pero debíamos incorporarlo. Porque todos nos hablaban del miedo a caer en el racismo. Del momento en el que debían ser críticos, desde el dolor, sin ser presa de esas dinámicas. Y es algo que cuenta muy bien uno de los críticos de “Libération”, cuando se acercó al tema Charlie Hebdo, y habló del primer día después en el bar magrebí al que acudía normalmente. La sensación, tan extraña, tan fea. Es, quizá, un miedo a encontrarse con alguien dentro de ti que no sabías que existía y al que quieres desterrar. Alguien que tiene miedo al distinto. Y es importante hablar de eso, porque cuando reconozcamos que es algo que llevamos dentro, más fácil será distinguirlo y expulsarlo. Y eso aplica al centro de menores, a esos chavales de segunda o tercera generación que siguen siendo mirados desde lo acusatorio”, concreta sereno, no sin autocrítica: “Pero también pasa aquí, con atentados como el de Barcelona. Y cuando veo la segregación racial que hay en Salt, que está pegado a Gerona… No doy crédito de lo mal que lo estamos haciendo. No puede haber un sentimiento de integración cuando hay una segregación urbanística y social tan enorme”.
Para el final, y tras discutir quizá su proyecto más ambicioso, el realizador vasco reflexiona sobre la coincidencia en el tiempo de dos producciones tan grandes como son su nueva película y la serie “Apagón”, de Movistar+. ¿Se ha acercado el “mainstream” a Lacuesta o Lacuesta al “mainstream”? “Es curioso. Yo siempre he querido hacer de todo, desde mi primera película. La gracia que tiene el cine para mí es que es infinito. Creo que, por empezar haciendo películas documentales, ha costado mucho que fuera creíble esa vocación. Quiero hacer películas enormes, de género y, a la vez, explorar los documentales o las instalaciones artísticas. Sé que eso es complicado de visualizar y que ha lastrado la proyección de mi trayectoria. Si tienes una tienda en la que cada vez te venden una cosa diferente, desconciertas. Pero lo desconcertante me gusta, no puedo evitarlo”, se despide sereno.