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Ecokale borroka: terrorismo por tu bien (y el del planeta)

Un fantasma de pegamento rápido recorre Europa: el activismo del absurdo amenaza con sus protestas los cuadros más importantes de la historia del arte
JUST STOP OIL HANDOUTEFE

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Parece que está de moda el loctite. Más que el loctite o la cola blanca, lo que está de moda es su uso histriónico y bárbaro en el activismo. La protesta vandálica elevada a rango de loable performance adhesiva, superioridad moral mediante. Cuando no son un par de postadolescentes encolados a «Los girasoles», de Van Gogh, son dos ya talluditos pegados a «La joven de la perla», de Vermeer. Cuando no, «Masacre en Corea» de Picasso, o «La primavera» de Botticelli, o «Los almiares» de Monet. Al grito de «¿Qué vale más, el arte o la vida?», en una falacia del falso dilema difícilmente sostenible sin sonrojo, pretenden llamar la atención sobre la crisis climática. Como si no lo estuviera ya. Nos inquieren a todos, parece, para que elijamos entre admirar «La última cena» o estar a favor de las catastróficas consecuencias de la ausencia de medidas institucionales ante la problemática ambiental. ¿A quién quieres más? ¿A un ogro que te pinche con un alfiler o a papá?, que diría Gila. «¿Estáis más preocupados por la protección de una pintura que por la del planeta?», insistían desde Just Stop Oil, el grupo activista medioambiental que se encuentra tras muchas de estas acciones.
Nada nuevo bajo el sol
El maltrato a las obras de arte no es, precisamente, una original innovación. Une en el gamberrismo nivel ninja y la incultura a estos activistas medioambientales con los terroristas de ISIS, con ancestrales culturas mesopotámicas y con algunos perturbados, por poner solo algunos ejemplos. El que más y el que menos, a lo largo de la historia, ha destruido (o lo ha pretendido) obras de arte en nombre de la causa justa del momento: la activista feminista Mary Richardson atacaba en 1914 la obra «La Venus del espejo» de Velázquez. Un desequilibrado acuchillaba en 1975 «La ronda de noche» de Rembrandt. En 2013, una mujer exigía que se investigaran los atentados del 11-S pintando con rotulador sobre «La libertad guiando al pueblo», de Eugène Delacroix. Teófilo de Alejandría destruyó el Serapeo en el s.IV y Savonarola, en el XV, organizó hogueras en las que acabar con las obras paganas y lujuriosas. En el XXI, lanzan sopa de tomate y se pegan a cuadros. Todos tenían un motivo. Todos creían en algo.
¿Pero ante qué estamos? ¿Ante un acto vandálico o una justa reivindicación? ¿Se trata de desobediencia civil o de fechoría? Just Stop Oil, creado hace tan solo unos meses y financiado principalmente por el Fondo de Emergencia Climática, sostiene que ellos ejercen la resistencia civil y la acción directa para llamar la atención sobre la emergencia climática. El político y pensador Mohandas Gandhi, uno de los representantes históricos de la desobediencia civil, insistía en que es imprescindible obedecer escrupulosamente todas las leyes no relacionadas con el objetivo de la acción al tiempo que se desobedece pacíficamente la que sí. Y en que era también imprescindible someterse sin resistencia al castigo del estado por desobedecer esa ley que se considera injusta.
Bajo este prisma, las acciones de Just Stop Oil no se enmarcarían en la desobediencia civil y mucho menos en la acción directa: exigir medidas institucionales para frenar el cambio climático y sus consecuencias poco tiene que ver con las normas que preservan nuestro patrimonio artístico. De hecho, Gandhi apostaba por el concepto de «satyagraha» o «insistencia en la verdad» (o fuerza de la verdad), con el que se refería a la demostración por parte del desobediente civil de su honor, de su capacidad para dirimir entre leyes justas e injustas y de su integridad para defenderlas hasta las últimas consecuencias, sometiéndose a su castigo sin oposición llegado el caso.
Y el fin último de ello era, no tanto la derrota humillante del oponente y su señalamiento, sino su conversión: ganarse su empatía y reconocimiento. Sus simpatías. Convencerle de estar en lo correcto y atraerle a su causa. Nada más lejos de lo que están consiguiendo los vándalos abroncadores y neoinquisitoriales del activismo medioambiental. Es difícil concluir que no hay malicia en el activista si su desobediencia implica daños a una obra de arte, complicado simpatizar con un principio moral que nos quieren vender como superior cuando este es defendido con la protesta violenta escenificada en la destrucción (o la pretensión de lograrla) de patrimonio artístico.
Falacias y causas justas
No es menos cierto que la desobediencia civil puede ser, en puridad, tanto directa como indirecta, activa y también pasiva. Y no dejar de ser por ello desobediencia civil. Pero si aceptamos que cualquier ley pueda ser violada como protesta para reivindicar la injusticia de otra o la necesidad de una nueva, aunque nada tengan que ver… ¿No estaríamos abriendo la puerta a que cualquiera de nuestras leyes pueda ser transgredida en nombre de cualquier causa justa? La única condición sería que esta causa defendida sea percibida por el desobediente como un fin noble y excelso. ¿Y quién podría discutir que cualquiera en el que este crea no lo es? Lo fue el sufragio universal, lo fue la moral, incluso la venganza. La principal pega sería cómo abordar entonces ciertos temas que no encuentran encaje en esta desobediencia civil directa. Lo que nos llevaría entonces a dirimir si prevalece el derecho de algunos a protestar por algo de una manera determinada o el cumplimiento de las leyes. ¿Es la posibilidad de ejercer la desobediencia civil en un momento dado un derecho de todos los ciudadanos? ¿No hay más alternativas de protesta o de visibilidad de una problemática que la desobediencia civil?
Henry David Thoreau, considerado una de las primeras referencias históricas de la desobediencia civil y autor del libro «Desobediencia civil», consideraba que esta debía ser pacífica y ordenada. Aunque no todos los pensadores coinciden en esto (tampoco los ecoactivistas, por lo visto) no parece que haya otra forma de diferenciar el desacato a una ley de una rebelión o unos disturbios. Y si la violencia es la frontera… ¿Debe esta ejercerse únicamente a seres humanos o animales? ¿No es igualmente violencia lanzar objetos contundentes, prender fuego a contenedores o destrozar las lunas de comercios? ¿Y qué diferenciaría todo eso de lanzar puré de patata a una obra de arte, pegarse al marco o rasgarlo?
Cabe preguntarse, entonces, cuánto de pacífico tiene el acto performativo de irrumpir en un museo y dañar aquello que en él se alberga, cuánto de pacífico tiene, cuánto se aleja de la mala fe y el odio, el atentado premeditado contra la obra del hombre. Aunque sea en nombre de la más justa de las causas (todas lo han sido a lo largo de los tiempos, nadie lo hizo conscientemente en nombre de una inicua o arbitraria, siempre convencidos).
Aunque algunos insistan en justificar lo injustificable agarrándose a cualquier cosa (el cristal protector, la necesidad del debate, la probidad del fin último de los activistas) quizá la reflexión colectiva y que realmente deberíamos hacer como sociedad no sea si el fin justifica los medios. Quizá deba ser otra un tanto menos radical y falaz. Plantearnos, tal vez, si es la desobediencia civil, la indirecta y violenta, la única manera de persuadir al estado y a los ciudadanos que no opinan como nosotros de que el principio moral que defendemos es superior y debe ser atendido. O cuál es el motivo que nos lleva, como sociedad, a prestar atención a estos actos ciertamente repudiables, otorgándoles una relevancia que no merecen en absoluto, y si esta puede llevar a un efecto contagio, multiplicándolos, al responder a esa intención únicamente comunicativa con la que, dicen, los emprenden. ¿Es incompatible respetar y cuidar nuestro planeta y hacer lo propio con lo que ha creado el hombre, con obras de arte de sumo valor histórico? ¿Tenemos que elegir entre naturaleza y arte, entre proteger nuestros museos o el medio ambiente? ¿Entre papá y el ogro que nos pincha?