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“Matadero”: Santiago Fillol contra el malditismo en el mito histórico de Argentina

El cineasta argentino, guionista habitual de realizadores como Oliver Laxe, vuelve a la dirección para contar la historia de un director que quiere adaptar la obra homónima de Esteban Echeverría, relato fundacional de su país
BEGIN AGAIN FILMS
La Razón
  • Matías G. Rebolledo

    Matías G. Rebolledo

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El temple de Santiago Fillol (Argentina, 1977) es el de quien concibe el cine como artefacto descrito. Bien sea desde la propia idea visual, con planos que a veces se rompen en Casavettes y a veces beben los vientos por el presupuesto de John Ford; bien sea desde la propia construcción conceptual, con frases cortas y paseos ligeros por la mente de sus protagonistas, siempre en disputa consigo y sus postulados. Así lo ha demostrado como guionista, para Oliver Laxe en “O que arde”, pero también como director, en “Ich bin Enric Marco” (2009). Más de una década después, pero igual de verborreicamente argentino, Fillol vuelve a la dirección con un ejercicio brillante de cine portentoso, la “Matadero” que presentó en el último Festival de Sevilla. Allí fue donde atendió a LA RAZÓN, a pleno sol de otoño hispalense, y contra el malditismo en el mito histórico de su país.
Su película, una especie de híbrido entre el metacine más angosto y lo ancho de un western, versa sobre una adaptación libre de “El matadero” (1838-1840), de Esteban Echevarría. Relato fundacional de Argentina y ejemplo típico del romanticismo del Rïo de la Plata, el cuento se inserta en la tradición fundacional de los países latinoamericanos, hablando de caudillos e introduciendo el deje porteño. Y así, en “Matadero”, ya en lo contemporáneo, Fillol nos cuenta la historia de un director americano que quiere rodar lo que Echevarría hizo literatura. Ahí, las imágenes malditas, la discordia entre las masas y la violencia de la marabunta se mezclan para alumbrar una película redonda, poderosa y directa, incapaz de dejar indiferente al espectador.
Una director, un mito y un país
-¿Cómo valora el proceso, el viaje de la película desde la concepción hasta su pase en los festivales de Locarno o Sevilla?
-Es una experiencia bastante increíble. Sobre todo en ciudades como Sevilla, donde la gente vive tanto el festival. Parecía que estábamos en Argentina. Es un privilegio estar en selecciones así de fuertes. Lo que hace el equipo de este festival es hacer ver un cine que limpia la mirada.
-¿Cómo es tu primer contacto con el relato original? De hecho, la película comienza con una cita sobre el metacine...
-Abordo la película siempre con respeto. Con temor. Y con cierta intuición y convicción de que meterte en problemas genera buenas formas. En la vida, en general, solemos evitar los problemas, cambiar de acera, y no deberíamos. En el cine, si lo haces, no hay cine. El cine te hace meterte en el problema. Una película que esquiva problemas es una mala película. El poema, el relato de Echevarría es la primera ficción que se escribe en Argentina, las primeras páginas. Toda literatura fija un imaginario, y si lo piensas en España lo puedes comparar con El Cid. En Argentina, “El matadero” como relato fundacional fue desplazado por Martín Fierro, con la figura del gaucho, pero sigue ahí. Sin embargo, ese relato fundacional primero es el que se quedó grabado bajo la piel, el de las clases populares ultrajando a un joven de clase alta, lo vejan y lo intentan descuartizar como a una res. ¿Qué haces con un material tan inflamable, tan tóxico? Es una escena que vuelve, una resaca que golpea en tu puerta. ¿Por qué apenas se adapta El Cid? (...) Hay muy pocos ejemplos, porque hacerlo hoy en día significaría quitarle el mito a Abascal, por ejemplo, disputárselo. Aquí el cine sobre cine no era posmodernidad, sino un ejercicio de fricción. Siempre que una clase pretende hacer un buen retrato sobre otra, surgen fricciones.
-¿Y eso cómo se logra?
-El cine clásico ya lo pensó, el cómo mostrarte la construcción de una imagen para hacerte sentir otras cosas. No apelando a la identificación, sino al vértigo, al hormigueo. En una sensación, es esa grúa que entra en las películas clásicas, ese estupor. Lacan diferenciaba siempre entre ver y mirar. Y ponía el ejemplo de lo que es mirar con el ciego que sale del baño desnudo, lo que entra realmente en el cuerpo. El cine es eso. Y eso queríamos que fuera “Matadero”. No cómo nosotros declinamos el retrato nacional, o de clase, sino cómo ese retrato nos mira a nosotros y sigue dando vueltas como un fantasma. Las historias densas y fundacionales necesitan varias épocas para ser digeridas.
-Hablar de los setenta en Argentina, quizá fuera del país se pueda entender mejor, pero dentro sigue habiendo fricciones casi irreconciliables...
-Imagínate. Yo he sentido, en estos últimos tiempos, que en Argentina lo de “las películas de los setenta” se decía con desdén, y eso está cambiando. Y es equiparable al tópico en España de la Guerra Civil, claro. ¡Otra peliculita de la Guerra Civil! ¿Por qué quieren seguir removiendo? Y, en realidad, todos queremos buscar los huesos de Lorca. Pero, ¿qué es una película “de los setenta”? Ese imaginario es completamente falsa. Y muchas veces también en Argentina, recreando fetiches. Cuellos de camisa grande, pantalones pata de elefante, las patillas... Y a mí eso no me interesaba tanto, yo quería ir a lo pulsional, porque en Latinoamérica creíamos que podíamos cambiar el mundo. Hacer revoluciones que marcaran un antes y un después. No hay época que discuta más el modelo económico y social que los setenta.
-Y eso es aplicable también al gran cine, ¿no?
-Totalmente. El cine de los setenta creía que podía ser bigger than life. Herzog, por ejemplo, contando cómo Coppola le iba a producir “Fitzcarraldo” y le consiguió gente para hacer una maqueta casi a escala del barco. Y Herzog le dijo que no, que no iba a ser una maqueta. ¿Cómo que no? Pues ese era el orden, el atrevimiento, las ganas de hacer algo más real que lo real. Y eso se le contagió también a él, que decía que “Apocalypse Now” no era una película sobre Vietnam, sino que era Vietnam mismo. ¿Qué buscaba el cine en esa época? No le valía con matar a Marlon Brando, tenía que sacrificar a un animal para sentirlo, hacerlo explícito. Y ahí vuelves a pensar en Eisenstein, claro. Hay algo, muy fuerte, en el cine y los movimientos políticos de los setenta que les llevaba a desconfiar de la percepción de la realidad. Eran dos trenes que tenía que hacer colisionar en la película.
-Creo que ahí está uno de los triunfos de la película, el de pasar esa pulsión megalómana, machista por momentos, por los ojos de una mujer, que es la protagonista...
-Yo he sido muchas veces ayudante de dirección y he sentido el deseo de secuestrar una película. Quizá por ver cómo esos mitos con los que estaba trabajando rentabilizaban el retrato del inmigrante, del pobre o de la clase popular. Había algo muy, demasiado utilitario en ese cine. Y algo de eso empezó a rondarme a la hora de hacer esta película. A la hora de escribir la película, empezamos a sentir que el personaje de ella era el más importante. Desea, está en una clase privilegiada... Y encima, se produce un pequeño oasis cuando las chicas se quedan solas. Ahí, los peones comienzan a tener nombre propio. Y viene ahí lo horizontal, frente a lo vertical y más tóxico de lo masculino. Es como un pequeño claro antes de que llegue la tormenta que revienta la película. A nivel metafórico y explícito. Ese ejercicio, quizá, es uno de imaginación acerca de mi propia carrera en esa época, cómo habría sido.