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¿Central nuclear y patrimonio cultural?

Con el cierre de algunas grandes instalaciones se abre el debate: ¿deben ser derruidas o conservadas como parte del patrimonio industrial? ¿Son merecedoras de pasar a la posteridad o un mero detritus invasor?
M. DylanEuropa Press

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Las asociaciones Hispania Nostra e INCUNA (Industria, Cultura, Naturaleza) han emitido un manifiesto conjunto para mostrar su “enorme preocupación” por la “indiscriminada destrucción” de los edificios e instalaciones de las centrales termoeléctricas en nuestro país, ya que se trata de “un patrimonio industrial de gran valor arquitectónico”. Concretamente, el texto resalta los casos de las centrales térmicas de La Robla (León), Andorra (Teruel), Compostilla (león) y Cerceda (A Coruña), las cuales han llegado a ser demolidas parcial o completamente. El debate está abierto, y no se solventa, desde luego, con apriorismos y prejuicios de índole ética o ideológica. La principal cuestión que aflora, en este sentido, es determinar si las centrales térmicas forman parte del denominado “patrimonio industrialo, por el contrario, constituyen meros cadáveres arquitectónicos de una actividad que posee encendidos detractores.
Como primer factor a analizar, conviene incidir en el espíritu eminentemente conservacionista de una sociedad como la nuestra, que, por momentos, encuentra dificultades en encontrar un equilibrio entre el olvido y la memoria, y que, en no pocas ocasiones, el ímpetu conservacionista le ha llevado a inventar tradiciones y referentes culturales allí donde no los había. Las centrales térmicas, a este respecto, materializan una de las tipologías arquitectónicas más representativas del siglo XX. Y no solamente esto: su construcción en determinados enclaves geográficos ha tenido la capacidad de transformar -como pocos otros edificios- la realidad socio-cultural-paisajística de los territorios. Es probable que quienes deciden el desmantelamiento de las centrales térmicas lo hagan en función de un determinismo ideológico, en virtud del cual aquello que resultaba pernicioso en vida debe borrar todas sus huellas tras el cese de actividad. Pero ni siquiera planteamientos éticos de este tipo resultan infalibles a la hora de valorar la destrucción o no de un recinto. De la misma manera que los campos de concentración nazis -expresión máxima del horror y la iniquidad humana- han sido conservados como espacios memoriales, una infraestructura que ha tenido tanta influencia en la vida de la gente -ya se considere esta positiva o negativa- no debería ser condenada a la demolición a partir de estrictas inferencias éticas.
Conviene, además, valorar el hecho de que las centrales térmicas constituyen uno de los elementos más determinantes en la configuración de los paisajes culturales identificativos del siglo XX. Por más que estas enormes moles hayan aterrizado intrusivamente en los entornos naturales y culturales, el resultado de tal “acoplamiento disruptivo” ha sido una tipología de paisaje híbrido, enteramente definidora del modo de pensar del siglo XX. Detrás de la destrucción de las centrales térmicas puede encontrarse un intento torpe y peligroso de reescribir nuestra historia más reciente. Es cierto que, por una mera cuestión de entropía y de sostenibilidad, la humanidad no puede permitirse el lujo de conservar todo cuanto ha salido de sus manos e ingenio. Pero, en el caso concreto de las centrales térmicas, su capacidad para transformar culturalmente los territorios en los que se han instalado es de tal envergadura que su demolición supondría eliminar una parte importante de su historia.