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Arquitectura

Frank Gehry: la herida glocal del titanio

El arquitecto Frank Gehry, que acaba de fallecer con 98 años, deja detrás de sí una obra profundamente transformadora

MADRID, 05/12/2025.- Fotografía de archivo, tomada el 17/10/2022 ante el Museo Guggenheim Bilbao, del arquitecto Frank Gehry, que falleció este viernes en California (EE.UU.) a los 96 años. EFE/Archivo/Luis Tejido - La Agencia EFE dispone en su fototeca www.lafototeca.com de imágenes de distintos momentos de la vida de Frank Gehry y sus edificios emblemáticos - http://bit.ly/1jtJgXY
El arquitecto Frank Gehry, autor del Guggenheim de Bilbao, muere a los 96 añosLUIS TEJIDOAgencia EFE

Con la muerte de Frank Gehry se apaga la voz del último arquitecto capaz de comprometer a una ciudad con su propio reflejo. En un tiempo en el que la arquitectura ha reducido su ambición a un catálogo de soluciones y métricas, Gehry persistió en una convicción incómoda: que un edificio no debe adaptarse dócilmente al territorio, sino obligarlo a pensarse de nuevo. Ninguno de sus proyectos expresa esto con tanta contundencia como el Guggenheim de Bilbao, esa estructura que no se posa sobre el suelo sino que lo desafía, lo corrige, lo tensa hasta forzarle un nuevo latido.

Lo que allí sucedió no fue un “milagro” urbanístico -esa palabra complaciente que tanto gusta a quienes no quieren mirar de frente el conflicto- sino algo más profundo: el edificio introdujo en Bilbao una fractura deliberada, una conmoción estética que reorganizó la manera en que la ciudad se narraba. Gehry no regeneró Bilbao: la volvió problemática. Ese fue su triunfo. El titanio curvado del museo no hablaba el idioma del País Vasco, pero tampoco el de ninguna metrópolis global. Había en él una extrañeza radical y, al mismo tiempo, un grado de apropiación íntima que terminó por convertirlo en un órgano más del cuerpo urbano. Ahí reside la verdadera potencia “global” de Gehry: en su capacidad para crear un objeto que, siendo global en su aspiración formal, acababa activando lo local como si fuese un nervio expuesto.

El edificio no “representó” a Bilbao; la obligó a reaccionar, a aceptar que su identidad no estaba clausurada, que podía seguir mutando. Ese es el punto que la crítica nunca terminó de entender: no se trataba de un icono importado, sino de un artefacto de desestabilización, una máquina que imponía a la ciudad una nueva gramática perceptiva. Gehry supo que la única manera de transformar un lugar es generar en él una tensión entre lo que ha sido y lo que podría llegar a ser. Por eso el Guggenheim no armoniza con el entorno: lo hiere. Su forma es un recordatorio de que lo local no debe fosilizarse en una estética identitaria, sino exponerse al roce peligroso de lo global.

Resulta especialmente revelador que el exceso de diseño que caracteriza sus edificios -esa voluntad de empujar la forma más allá de lo razonable- no derivara nunca en un solipsismo autoral. Gehry podría haberse replegado en la satisfacción narcisista del gesto singular, pero eligió lo contrario: que ese exceso operara como punto de fricción con la comunidad que lo recibía. Esa “desmesura” formal no aislaba al edificio, sino que lo volvía poroso; no lo elevaba sobre la ciudad, sino que lo incrustaba en ella mediante un tipo muy particular de integración disruptiva, paradójica pero efectiva. Sus obras no pretendían fundirse con el tejido urbano: lo tensionaban hasta que la comunidad descubriese una nueva manera de habitarse a sí misma.

Desde entonces, cada uno de sus edificios ha insistido en la misma premisa: la arquitectura no está para celebrar la continuidad, sino para introducir la duda. Gehry no defendía la ciudad como comunidad estable, sino como interrogación permanente. Y por eso su muerte pesa más que la de cualquier otro arquitecto contemporáneo: porque con él desaparece la única mirada que entendía la arquitectura como un gesto de responsabilidad crítica, capaz de abrir un territorio sin clausurarlo, capaz de globalizar una ciudad sin destruir su singularidad. Gehry nos deja edificios, sí, pero sobre todo nos deja una incomodidad: la certeza de que la arquitectura, cuando es verdadera, no consuela, no embellece, no adorna: despierta.