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El asesino en serie como artista contemporáneo

La ficción sobre criminales se ha ido sofisticando a lo largo de la historia: el homicidio deja de ser un simple crimen para convertirse en una creación o una instalación conceptual construida sobre ideas macabras
Hannibal Lecter, en «El silencio de los corderos» es uno de los «creadores» siniestrosTak FujimotoCreative Commons

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Si hay una constante canónica en el personaje del asesino en serie desde su aparición moderna en «Psicosis» (1959) de Robert Bloch, llevada al cine por Alfred Hitchcock, es la «transformación» corporal del psicópata en otro. Norman Bates mantiene un precario equilibrio entre su yo y la figura materna que lo posee cuando ve en peligro su identidad escindida. Es entonces cuando ocupa su cuerpo, en proceso de transformación, como una madre posesiva y celosa que mata para autoprotegerse. Para un misógino como Norman, su madre es un ser agresivo y depredador.
El paso esencial en la transformación del asesino en serie clásico en el posmoderno se da al reconvertir al criminal del cuchillo, obsesivo, irracional e inmotivado, en un asesino metódico, intelectualmente dotado y artista de sus teatrales puestas en escena. Así, los 80 los coparán los asesinos con grandes cuchillos de cocina, máscara y carnicerías sanguinolentas, asimilables a la moda del happening del «accionismo vienés». Una tendencia radical de vanguardia que a lo largo de los años 60 celebraba «acciones» sacrificando animales y rituales orgiásticos empapados en su sangre. Los accionistas simulaban violaciones y castraciones.
El cine y la novela «slasher» busca impactar mediante cuchilladas sangrientas, «dripping» sanguinolento y mutilaciones brutales nunca antes vistas en la cultura de masas. El asesino en serie impulsivo es el imitador del «accionista» vienés que salpica con violentos chorretones de sangre la escena del crimen. Como una pintura impresionista de Pollock. Desde entonces, la poderosa imagen del «Serial Killer» se fue apoderando de la novela negra hasta colonizarla por completo. Y lo hizo a partir de la idea de «transformación» sexual iniciada con Norman Bates, travestido de su madre en «Psicosis» (1960).
En «Vestida para matar» (1980), la imitación posmoderna de Brian de Palma, aparece la segunda operación de cambio de sexo: un psiquiatra maduro, con recurrentes trastornos psicóticos, se traviste de mujer rubia con gafas para matar violentamente a sus pacientes. Una mujer atrapada en un cuerpo de hombre que asesina con una navaja de afeitar, al modo del «giallo slasher» de Dario Argento, a la mujer que lo ha excitado sexualmente. El crimen es el sustituto del sexo. Cada navajazo, una llaga sexual.
Pero la novela que renueva el subgénero es «El silencio de los inocentes» (1989), de Thomas Harris, al involucrar a dos asesinos en serie: uno es el prototipo que haría fortuna como el glamouroso doctor Hannibal Lecter, elegante, culto, de inteligencia superior, ego desmesurado, con delirio de grandezas y un trastorno disociativo de personalidad que lo convierte en «Hannibal el Caníbal». Éste es el tipo de asesino en serie puro, que mata por el placer del sufrimiento ajeno. Ocho años antes, en «El Dragón Rojo» (1981), Thomas Harris crea un psicópata que dispone a la familia asesinada como un grupo escultórico, y la filma con una cámara de Super 8. Escribe Harris: «Dolarhyde soportaba los gritos de sus víctimas como un escultor el polvo de la piedra que trabaja». Esta primitiva instalación familiar forma parte de su «transformación», similar a la del psicópata gay Jame Gumb, que quiere transformarse «ready made» en una mujer, ya que su solicitud de cambio de sexo ha sido rechazada.
Esta idea la había tomado Harris de «Vestida para matar». Con el Dr. Elliott, imitador del travestido Norman Bates, se cierra el círculo de los travestidos, iniciando el de los transexuales posmodernos: Dolarhyde y Gumb. Ambos se travisten porque no pueden «transicionar de género»: Gumb se quiere transformar confeccionándose trajes de piel humana secuestrando mujeres a las que despelleja y luego abandona muertas con una larva en la garganta. Un mensaje semiótico enviado al detective: me estoy metamorfoseando de crisálida en mariposa. «¿Por qué las despelleja?», pregunta la policía Clarice. Aníbal Lecter le responde: «Quiere una camiseta con tetas». Se está confeccionando trajes de mujer con auténticas mujeres para su proceso de «transición de género» casero.
Con el doctor Lecter y Clarice aparecen los «profilers» forenses en la literatura negra. Lecter, además, es el primer asesino en serie que cuelga de unos cables al director de la cárcel como una mariposa crucificada, seis años antes de que otro asesino reflexivo se transforme en artista de lo efímero en «Seven» (1995). En ésta, el afeminado John Doe (John Nadie), realiza complejas instalaciones sangrientas escenificando los siete pecados capitales.
Lo que pone de relieve esta película es hasta qué punto el asesino en serie es el protagonista absoluto que relega a los dos detectives a espectadores privilegiados de sus sermones teatralizados. Escenarios simbólicos creados ex profeso para provocarlos y entablar un diálogo en forma de delirio a dúo.Ya nada en la novela negra será lo mismo. El detective, rendido a la ciencia forense, se transforma en un perfilador de asesinos en serie: un experto que traza su perfil psicológico analizando la escena del crimen. Desde entonces, el centro del relato lo ocupará un monstruo fantaseado literariamente, reconvertido en un «artista del terror». Pues no sólo mata de forma violenta, sino que hace de la «instalación» posmo un obra del «post-arte». En «La forma de la oscuridad» (2017), un homicida llamado El Escultor, instala los cuerpos de sus víctimas siguiendo el arte clásico: Laocoonte y sus hijos, la Gorgona, el Minotaruro, Medusa. Un «apropiacionista» cuyas escenificaciones macabras lo convierten en un artista del desasosiego. Con ellas –escribe Mirko Zolahy–, «reordena un universo simbólico organizado como un teorema geométrico».
En su anterior novela, «Así es como se mata» (2016), La Sombra escribe en los cuerpos asesinados textos crípticos con su misma sangre. Un texto enigmático. Un jeroglífico que debe ser descifrado por el comisario Manzini mientras se suceden los crímenes. Un desafío intelectual que el psicótico monta para su lucimiento y apunta al detective como el único capaz de desentrañar y dotar de sentido su obsesión delirante. Otra variante es la de «La sexta trampa» (2019), de J.D. Baker. En ella, un asesino justiciero instala los cuerpos con sanguinolentas inscripciones de tipo bíblico. Es evidente que el perfilador forense de estas novelas debe ser un hermeneuta, como el crítico de arte, pero de sus fantasiosas instalaciones. Sin su ayuda, el detective sería incapaz de resolver el enigma que plantea el artista.
En «Flores sobre infierno» (2018), de Ilaria Tuti, se refleja ese cambio: un asesino que instala a sus víctimas como en un escenario metartístico para que la detective lo interprete y entable un «diálogo» con ese monstruo lo habita.En «Astillas en la sangre» (2018) es una sombra amenazante que flota alrededor de los dos policías que investigan el caso del «Asesino de los tatuajes». El enigmático asesino de mujeres que las instala como maniquíes y las tatúa en carne viva con signos que sólo antropólogos y simbolistas pueden desentrañar. La idea de parangonar al asesino reincidente con un artista quizá esté implícita en numerosos novelas pero ninguno lo ha llegado a expresarlo como Ray Celestin en este diálogo sobre el modus operandi del Matarife Nocturno en «Sunset Swing» (2021):
–El simbolismo es intrigante. –Ida se encogió de hombros–. El modo en que los dispuso a todos. Como si la forma de exponerlos fuera lo más importante para él.
–¿Cómo si estuviera haciendo arte?
La simbología de la «instalación» de los cuerpos asesinados es una constante en el asesino posmoderno, como reconoce la detective, por la disposición de los cuerpos: «Un hombre agujereado como un alfiletero, una chica en un baño de dinero, un hombre con el brazo cortado». Esta idea de que toda persona en potencia es un artista, un chamán, procede del artista Joseph Beuys, tras la lectura de Marcel Duchamp sobre la resignificación del objeto cotidiano como obra de arte. Era inevitable que unas ideas tan simples acabaran infectando la cultura pop y convirtieran al asesino en serie en artista conceptual.
LA TEATRALIZACIÓN DEL CRIMEN
El «Asesino del Golden State» entraba en las casas y robaba piezas íntimas de sus víctimas: alianzas, baratijas y crema de manos. Era un fetichista, pero como el resto de homicidas en serie reales, jamás «instaló artísticamente» a sus víctimas. ¿De dónde surge la idea de teatralizar la firma del asesino? Su inicio se encuentra en «El Dragón Rojo», barroquizada en el filme «Seven», donde el psicópata dispone cada «set» de los siete pecados capitales como un teatro del horror que sigue «La divina comedia». Durante décadas, la firma del asesino eran las cuchilladas y la sangre derramada. El asesino compulsivo mata como un fin en sí mismo. Pero el reflexivo utiliza el asesinato como medio para saciar una fantasía sexual delirante y en su devenir literario dejar un mensaje críptico al detective. Una teatralización artística, entre el sadomasoquismo, las referencias bíblicas, el arte clásico y un regusto antropológico arcaizante. Con ellas, el detective debe realizar el perfil psicológico del asesino en serie reconvertido en un artista conceptual.