"Los asesinos de la luna": Scorsese dignifica la memoria de los Osage y construye un colosal retrato de la vergüenza del hombre blanco
El maestro se atreve con un monumental wéstern que desmitifica las bases fundacionales de América rescatando una historia de sangre, ignominia y avaricia
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La de Scorsese con el wéstern es la historia de un amor y a diferencia de la que inunda el bolero del panameño Carlos Heleta, no sabemos si hay otra igual, pero cuesta imaginarla. Su nombre y sobre todo su apellido –marcadamente italiano a pesar de que se transcribiera erróneamente cuando sus ancestros llegaron a América– siempre han estado indisolublemente vinculados en términos profesionales al cine de gánsteres, sí, ese género nacido en los núcleos urbanos de las ciudades de la Costa Este cuyas variaciones narrativas y la ambigüedad moral de sus protagonistas favorecían una penetración total en el engranaje de la mente y la cultura americanas y propiciaban un inteligente señalamiento de las fallas del sistema, pero alguien que con tan solo cuatro años se acercó por primera vez a la filtración onírica del celuloide como espectador a través de un western tan salvaje, excesivo, morboso, sexy y oscuro como «Duelo al sol», dirigida por King Vidor en el 46, estaba destinado décadas después a reencontrarse con el género como admirador precoz del mismo y a encontrarse por primera vez con él detrás de una cámara para dirigirlo como consagrado maestro poniéndose del lado de los buenos, de los muertos, de los que no fueron culpables.
Y en «Los asesinos de la luna», esta primera incursión en el wéstern del cineasta italoamericano que hoy desciende del reino de los cielos en el que la bendición unánime de la crítica la había instalado tras su paso por la pasada edición del Festival de Venecia aunque se proyectara fuera de concurso para tomar contacto con el elemento terrenal de las salas de cine, los buenos son los indios. Scorsese se basa en el exitoso libro publicado por el periodista de The New Yorker, David Grann, «Los asesinos de la luna de las flores: petróleo, dinero, homicidio y la creación del FBI», para firmar una de sus obras más manifiestamente políticas.
La cámara no se limita a plantear la complejidad descriptiva de un relato espejo en el que se nos diseccionan las capas fundacionales del sueño americano mediante una historia de personajes como ocurría en «Uno de los nuestros», «El color del dinero» o «Gans of New York», sino que privilegia el carácter testimonial de las víctimas, de los indios, de la tribu de los Osage, para dignificar su memoria y devolver vigencia al sufrimiento padecido para no olvidar que hubo un tiempo en el que afirmaciones como «hay más posibilidades de que arresten a alguien por pegar a un perro que por matar a un indio» poseían un carácter de certeza pavoroso.
Cuentan que los Osage eran conocidos por la belleza ancestral de sus rituales poéticos y bautizaban a cada recién nacido con un recital transmitido de manera oral de la Historia que se remontaba a la creación del universo. En la reserva del estado de Oklahoma a la que se vieron forzosamente desplazados por el gobierno estadounidense a finales del siglo XIX desde su tierra natal original enclavada en los valles de los ríos Ohio y Mississippi, destacaron por su afección a la propia cultura, ceremoniosa, milimetrada, organizativa, vistiendo con pieles y no bebiendo alcohol. No gustaban de excesos ni alteraciones.
Es ahí, en el desarrollo inicial figuradamente sosegado (injusto pero calmado) del proceso de adaptación a un territorio en apariencia poco fértil, eminentemente rocoso y bastante hostil, cuando los hechos narrados por Scorsese, que recupera temáticamente los conflictos surgidos de la colisión cultural que tantas veces han vertebrado su obra, con una poderosísima fuerza visual que rehúye de la explicitud de la violencia a la que el director de «Toro salvaje» nos tiene acostumbrados –a excepción de un par de escenas donde pueden colarse en la impertinencia del recuerdo los ademanes desquiciados de Bill «El Carnicero», ese pugilista xenófobo extraordinariamente interpretado por Daniel Day-Lewis en «Gans of New York»– devienen en una historia de crimen y racismo, de cegadora avaricia y ejecución de una limpieza étnica que juzga tanto la configuración del pasado de una nación como el intento de redención fallida sobre el que se edifica su futuro.
Nadie esperaba que de las tripas de esa tierra débil y enferma manaran chorros ingentes de petróleo. Pero la naturaleza les estaba devolviendo la expropiación vivida y esa misma tierra empezó a llorar lágrimas negras. En 1894, la tribu se volvió increíblemente rica, conservando los derechos minerales y arrendando sus campos a desarrolladores. Los especuladores hambrientos invadieron el territorio. La explotación fue elevada, no sólo en las ciudades en auge plagadas de delincuencia, sino también bajo la autorización del gobierno de Estados Unidos, que implementó un sistema retorcido y abiertamente racista de «tutela» mediante el cual las fortunas de los nativos americanos eran administradas por custodios (blancos, evidentemente) que se llevaban millones en términos de ganancias. Docenas de Osages fueron asesinados durante el conocido como "Reino del Terror" en circunstancias misteriosas para que sus lucrativos «derechos de propiedad» (incluidas las acciones de derechos petroleros) pudieran ser heredados por intrusos que se casaban con miembros de familias de la tribu para obtener el control absoluto de esas propiedades.
Incidiendo de manera destacada en la importancia cronológica de la línea narrativa como ya ocurría con «El Irlandés», anterior película del neoyorquino con la que «Los asesinos de la luna» además del respaldo de las plataformas –pese a la reticencia manifiesta del director por los códigos imperantes del streamig (la primera distribuida por Netflix y la última por Apple TV)– comparte una dilatada duración que se acerca a las tres horas y media, Scorsese reduce la relevancia que en la novela adquiere la implicación de un incipiente FBI en la investigación final de los crímenes perpetrados para depositar todo el peso del relato, toda la urgencia de denuncia de lo sucedido, en la intrahistoria del mayúsculo tridente interpretativo que imprime al relato un poder de acción apabullante y también en la intimidad envenenada de la historia de amor nacida entre el veterano de guerra y títere Ernest Burkhart (Leonardo DiCaprio) y Mollie Kyle (descomunal Lily Gladstone), una de las nativas de la tribu de Oklahoma.
"Mientras que la masacre de Tulsa fue un bombardeo directo contra toda una comunidad de afroamericanos, esto fue mucho más maquiavélico y duró muchos años. Todavía hay repercusiones hasta el día de hoy", aseguró DiCaprio en una entrevista ejemplificado la dimensión sibilina de lo perpetrado y aludiendo a otro ejemplo, en este caso de masacre racial en 1920, que tuvo lugar a menos de 30 minutos de distancia de la reserva india. Trasuda este vergonzoso episodio de la historia estadounidense una reverencia estilística evidente por el género pero también una intención renovadora de la mitología de vencedores que durante tantos años predominó. Scorsese advierte con esa pulsión espesa y thrilleresca que invade cada fotograma y esa profundización psicológica en la mente de Ernest (pusilánime, bobalicón, ingenuamente ofrecido como cebo por su tío a la soltera Mollie y cachorro adiestrado, pero emocionalmente honesto con los sentimientos que la Osage despierta en él) pero sobre todo en la de Mollie, cuya independencia y dignidad asumida como nativa no invalida su circunstancia de mujer enamorada, que el wéstern permite elaborar dramas psicológicos e incluso freudianos.
Todo el imaginario mitológico de la frontera, de una tierra en continua expansión que abre paso a la avaricia, la venganza, la megalomanía y la violencia sádica es un efectivo pretexto para coreografiar como nadie las pasiones humanas. Resuenan muchas voces, muchas referencias, muchos asideros mitómanos: recordemos que los amenazadores personajes de Anthony Mann no eran unos santos. Su obsesión era la venganza, una obsesión que les consumiría y casi les destruiría. Recordemos que incluso James Stewart, el héroe favorito de América de las películas de Frank Capra, sucumbió a las explosiones de violencia salvaje.
Recordemos también cómo Budd Boetticher exploró los factores esenciales del género dibujando un juego de poder en el que héroe y villano se complementaban, compartían la misma soledad, los mismos sueños e incluso el mismo código ético. "Siempre quise hacer un wéstern, pero nunca lo hice. En su momento me encantaron muchos de los wésterns que vi cuando era niño y todavía los amo; eso incluye las películas de Roy Rogers, que básicamente se hicieron para niños y las películas más complejas que llegaron a finales de los años 40 y 50. Respondí a las imágenes construidas en torno a los mitos tradicionales del western, los mitos de la cultura. Pero el objetivo de conocer la historia del cine nunca es perpetuarla ni repetirla, sino inspirarse y evolucionar. Esas películas me nutrieron como cineasta, pero también me inspiraron a profundizar en la historia real", admitió el director.
En esta historia real, Robert De Niro, vaca sagrada casada creativamente con Scorsese desde las benditas «Malas calles» de 1973 vuelve, por undécima vez de la mano de "Marty" (séptima en el caso de DiCaprio) a ser el malo, el lobo, el gánster, el «hombre hecho a sí mismo», el arquitecto del horror que se atusa el sombrero y te consuela cínicamente con una mirada de condescendencia mientras te apunta para matarte, dando vida a un fariseo, contradictorio y peligrosísimo William Hale, tío de DiCaprio y colono «Rey de las colinas Osage» que asegura amar a la tribu pero siempre quiere más tierra, más dinero, más poder.
A lo largo de las tres horas y media de duración de "Los asesinos de la luna", se nota el alejamiento consciente del paternalismo por parte de quien está detrás de la cámara, se nota en esa escena final de alegato radiofónico que Scorsese quería conseguir la plena cooperación de la propia Nación Osage en el proceso de realización del filme tratando su cultura con consideración y respeto y asegurando que su historia se contara de una manera auténtica y veraz. De hecho, Scorsese y su equipo viajaron a la reserva de Osage en la primavera de 2019 para explorar ubicaciones y reunirse directamente con la comunidad de Osage y se organizó una reunión con Geoffrey Standing Bear, el jefe principal de la nación, que posteriormente se tradujo en el surgimiento de una conexión profunda. «Me he pasado seis años con este proyecto, desde 2017. Viviendo con él», declaraba estos días Scorsese durante la promoción. Cómo mereció la pena la convivencia.