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Bienvenidos al juego del más genuino terror

El cine de miedo arrastra el sambenito de ser considerado de mal gusto, superficial e incluso obsceno en su empeño por asustar, impactar y disgustar
Bienvenidos al juego del más genuino terror
La franquicia de terror 'Halloween'John Carpenter / Michael Myers
Jesús Palacios

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El cine de terror no siempre ha sido el más apreciado por críticos y cinéfilos. Como ocurre con la literatura del género, arrastra el sambenito de ser considerado de mal gusto, superficial e incluso obsceno en su empeño por asustar, impactar y disgustar. Décadas han tardado figuras como las de Poe o Lovecraft en ser aceptadas por la Academia. Contrariamente a lo que podría esperarse, que cuente con el apoyo incondicional de un gran número de seguidores no hace más que empeorar la situación: su éxito popular alimenta la idea de que se trata de un entretenimiento fácil y vulgar, destinado a las masas, bajo la escéptica mirada de una supuesta élite que lo desprecia y condena desde sus alturas no solo intelectuales sino morales.
El cine de terror tiende a despertar la desaprobación de todo tipo de censores, oficiales y oficiosos, por sus supuestos delitos éticos y sociales: machismo, sadismo, misoginia, violencia gratuita –que teóricamente incita a la violencia real y manifiesta, según el más rancio conductismo–, nihilismo, morbosidad… Así, hasta el infinito y más allá. Pareciera condensar todo aquello que es motivo de repulsión y preocupación para quienes sostienen que el cine debe cumplir una función esencialmente pedagógica y didáctica positivista. Nada más lejos que el terror de los supuestos «ilustrados» o, mejor dicho, «iluminados» que manejan buena parte del establishment de cinetecas, festivales e instituciones cinematográficas, convertidas en estrechas aulas donde solo aprueban aquellos dispuestos a comulgar con las ideas, modelos y modas sociopolíticas, morales y culturales del momento. Centros de reeducación que han triunfado convirtiendo subversión en subvención.
Independientemente de que, de forma inevitable y no siempre indeseable, el cine de horror se pliegue a veces, en mayor o menor medida, a las exigencias de estas políticas culturales implementadas desde todos los ámbitos, si algo tiene el género es su naturaleza ingobernable e insumisa, al tiempo adaptable. Contra la creencia general, se trata de la narrativa más subversiva y transgresora, incluso cuando se oculta bajo una capa consciente de moralidad convencional. Al jugar con nuestras pesadillas, nuestros más bajos instintos, deseos y miedos ocultos, se convierte en vehículo de esas verdades a gritos que nadie quiere ver ni reconocer: la muerte, el dolor, la enfermedad, la violencia, la perversidad y, en definitiva, lo que identificamos tanto con el «mal» (con minúscula) como con el «Mal» (con mayestática mayúscula), de lo humano a lo metafísico, de lo cotidiano a lo trascendental.
Saben quienes lo ejercen y disfrutan que el mejor cine de terror –y a veces el peor–, ha puesto sobre el tapete antes que nadie y de forma contundente cuestiones esenciales, con ojo crítico implacable. Si «La noche de los muertos vivientes» (1968) de Romero concluye con un no por casual menos aplastante golpe al racismo en plena época de lucha por los derechos civiles en los Estados Unidos, tanto «La matanza de Texas» (1974) de Tobe Hooper como «La última casa a la izquierda» (1972) de Wes Craven ponen el dedo en la llaga de la violencia endémica del sistema usamericano, deconstruyendo la familia con implacable virulencia, no exenta de humor negro, reflejando el malestar social y político de un país consumido por la Guerra de Vietnam y por continuos magnicidios, corrupción, brutalidad policial e hipocresía religiosa y moral.
No se trata de ejemplos procedentes de autores de prestigio del Nuevo Hollywood políticamente liberal y concienciado de la época, sino de cineastas independientes, regionales, que surgieron de las entrañas del cine de «exploitation» e incluso del porno, llevando consigo el bagaje de su educación universitaria rebelde, su pertenencia al genuino underground y su posición liberal y libertaria, combinado todo con genuino amor por los clásicos del terror y los tebeos de la EC.
A ellos y sus primeras películas, violentas y viscerales (literal y metafóricamente), les acompañó la polémica, la censura y el éxito. Hollywood comprendió que lo que había considerado un género marginal, dirigido a los adolescentes, tenía un potencial enorme para el público adulto si se ponía en las manos adecuadas. «La semilla del diablo» (1968) de Polanski, que subrayaba la pregunta lanzada por la revista Time dos años antes en su famosa portada de 1966: «Is God Dead?», abrió la veda con su inteligente y cínica visión del satanismo y el pacto fáustico, trasladados al ambiente urbano, competitivo y moderno de Nueva York y el mundo del espectáculo. Con ella establecería un diálogo fascinante «El exorcista» (1973) de William Friedkin, que se le opone como parábola católica sobre la naturaleza metafísica del Mal, la necesidad del sacrificio y la fe en una sociedad materialista. A partir de sendas novelas de Ira Levin, judío agnóstico, y William Peter Blatty, católico de origen libanés, «La semilla del diablo» y «El exorcista» plantean con rigor cuestiones teológicas, filosóficas y morales, dignas de la escolástica medieval.

El camino de Hitchcock

El camino fue trazado por autores arriesgados y sin prejuicios como los británicos Alfred Hitchcock o Michael Powell y el francés Georges Franju, en 1960. Ese año clave se estrenan «Psicosis», «El fotógrafo del pánico» y «Los ojos sin rostro», dirigidas por cada uno de ellos respectivamente, acogidas por la crítica con desprecio e indignación. Las tres trasladan el terror del orbe de lo sobrenatural, con sus vampiros, licántropos y espectros, al humano, demasiado humano, de los asesinos psicópatas, la ciencia perversa y los demonios de la mente, forzando cinematográficamente la frontera de lo permitido: las escenas de la ducha y las escaleras, el travestismo de Norman y su mamá momificada en «Psicosis»; el voyeurismo obsesivo, la cámara de cine como arma mortal y el sexo desviado de «El fotógrafo del pánico»; la operación de cambio de cara en quirúrgico plano fijo, las implicaciones incestuosas y la atmósfera malsana de «Los ojos sin rostro», fueron demasiado no para el público, que convirtió en taquillazo «Psicosis», sino para los pacatos críticos del día, no tan distintos de quienes les suceden hoy: aunque hayan cambiado su disfraz ideológico, su moralismo e hipocresía siguen intactos. Hitchcock salió reforzado, explorando y explotando los límites de la representación en «Los pájaros» (1963) o «Frenesí» (1972), pero Powell y Franju se convirtieron en mártires del terror, sus carreras truncadas por la persecución de censura y prensa.
De estos y otros pioneros, procede la (relativa) libertad que gozan hoy los realizadores de terror tanto para insuflar sus películas con ideas de alto vuelo, como para permitirse las dosis de violencia (muchas) y erotismo (cada vez menos) tan necesarias para el género. Fenómenos como el «nuevo cine de la crueldad extrema francés» o el menospreciado «torture porn», que florecieron a comienzos del milenio y siguen teniendo descendencia, con títulos fundamentales como «Martyres» (2008) de Pascal Laugier, «Saw» (2004) de James Wan u «Hostel» (2005) de Eli Roth, son impensables sin Romero, Carpenter, Craven, Hooper, Cronenberg y otros como Larry Cohen, William Lustig o Jeff Lieberman.

Un autor es quien puede

La actual oleada de directoras de terror, que está dando apreciable fruto con nombres como los de Ana Lily Amirpour, Julia Ducournau, Jennifer Kent o Coraline Fargeat, sería imposible sin Katt Shea, Kathryn Bigelow, Jackie Kong, Rachel Talalay, Mary Lambert o Roberta Findlay, en un género que siempre ha sido más abierto al femenino y al feminismo de lo que nos hacen creer.
Ahora, el terror ha sumado tantos puntos que películas como «Titane» (2021) de Ducournau o «La sustancia» (2024) de Fargeat arrasan en Cannes. Que un filme como «El silencio de los corderos» (1991) se alzó con el Oscar a mejor película, aunque tuviera, como el lobo, que disfrazarse con piel de thriller. Cronenberg, Carpenter y Argento o los fallecidos Hooper y Craven, son reivindicados por la misma crítica y críticos que los calificaran años ha como directores de cine de tripas e higadillos, que así llamaban por aquí a gore y splatter.
Pero cuidado con las plegarias atendidas. El cine de terror no necesita presumir de elevación intelectual y artística, solo necesita que le dejen «ser». No es autor quien quiere, sino quien puede. Hay películas humildes cuyo objetivo no era competir con el cine «de arte y ensayo», sino jugar a asustar, entretener iluminando las regiones oscuras de la experiencia humana, sin pretensiones ni genuflexiones ; donde anida la subversión, libres de toda tentación a caer esclavas de la subvención.