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Curioso, grande y sabio

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A Félix Grande le conocí cuando llegué a Madrid. Yo era un chaval de unos trece años y él me ayudó como lo hacía con todos los jóvenes que tenían inquietudes flamencas y que entonces estábamos empezando. Ahí estaba él, generoso, para echar una mano siempre, a cambio de nada. Era un buen hombre, una persona extraordinaria que se interesó por todo lo nuestro. Y era también un excelente poeta. El cante y la guitarra, que admiraba tantísimo, eran su forma de hablar, de entendernos. Siempre estaba de aquí para allá, tomando el pulso a lo que se hacía, investigando, conociendo lo nuevo, preguntando, escuchando, conversando.

La última vez que nos encontramos –nos hemos visto tantas veces en estos años y han sido todos nuestros encuentros tan llenos de buenas cosas– fue el verano pasado. En la Universidad Menéndez Pelayo de Santander, en un curso que llevaba por título «Memoria y celebración del flamenco». Él impartía una conferencia y yo le acompañaba. Así lo hicimos en un montón de ocasiones.

Lo suyo era la palabra y yo le ponía el cante. Formábamos una estupenda pareja. Le recuerdo ahora como un hombre apasionado, totalmente coherente con su manera de creer, un pensador con sentido que sabía y amaba la cultura del flamenco, decía que era la canción más poderosa que existía, un hombre respetado por todos, y de esos quedan ya muy pocos, tan pocos que quizá con su muerte se vaya, si no el último, uno de los últimos.

Su marcha, qué día más duro es el de hoy, deja un hueco, un vacío dentro de la cultura del flamenco que será casi imposible llenar. Sabía que no estaba bien, que estaba malito, pero es un jarro de agua fría el pensar que se nos acaba de ir para siempre. Cómo recuerdo ahora las veces que nos hemos visto en los Colegios Mayores. Félix, que hace honor a su apellido, es la época buena, de la de la verdad del flamenco, la encarna a la perfección. Hay una frase que le define: se nos va un hombre sabio.

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