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Marta Robles

Hernán Zin: «No existe sufrimiento mayor que la guerra»

Ha dirigido «Morir para contar», un documental que revela los traumas y miedos de los reporteros en zonas de conflictos bélicos

Hernán Zin, escritor y reportero de guerra / Foto: Javier Fernández-Largo
Hernán Zin, escritor y reportero de guerra / Foto: Javier Fernández-Largolarazon

Ha dirigido «Morir para contar», un documental que revela los traumas y miedos de los reporteros en zonas de conflictos bélicos

Hay quien dice que los reporteros de guerra de ahora se juegan aún más la vida que los de antes. No es que se dejen olvidado el chaleco antibalas o que se acerquen más a los lugares de conflicto, es que ahora están solos. Ya no cuentan con el respaldo de los medios y han de vender las imágenes esquivando bombas y grabando el horror de la muerte, a razón de 45 euros la pieza. Antes tampoco se hacían ricos, pero al menos viajaban apoyados. Aunque en realidad muchos han sido «freelance» siempre, así que también estuvieron solos de algún modo. O, mejor dicho, acompañados por sus ganas de vivir. Porque, más allá del mito del tabaco y el alcohol, son adictos a la vida. Hernán Zin, reportero de guerra y autor de un magnífico documental que descubre el dolor de los periodistas que regresan con la memoria a las zonas de conflicto, «Morir para contar», también lo es, como todos, pero a su manera.

«Lo mío es el deporte; no es que me quiera hacer la Madre Teresa, pero igual que otros beben o fuman y me parece genial, yo soy un loco del kite y del snow. Hago deporte todos los días, es lo que me mantiene la cabeza, donde canalizo, cuando no pienso en nada y me olvido de la guerra, de las víctimas y de todo. Es mi terapia. Pero me gusta la vida también. Supongo que, porque vemos tantas muertes, somos muy de la vida, de vivir». Quizá por eso un buen día le sonó un «clic» en el cerebro y el miedo acumulado se le esparció por las venas. Fue el germen de este documental: «En 2102, estando en Afganistán para Canal Plus, sufro un ataque de pánico en un blindado. De pronto mi cabeza dijo “basta” y mi vida cambió. Fue como si mi cerebro creara anticuerpos para los lugares pequeños, no podía estar ni en un avión pequeño, ni en una trinchera... A partir de ese momento mi vida cambió y quise preguntarme si a otros compañeros les había pasado lo mismo y qué habían hecho para solucionarlo». A partir de ahí empezó a interrogar a sus colegas, empezando por Gervasio Sánchez y David Beriain, y descubrió que todos pasaban por lo mismo. Era el estrés postraumático. Algo que va incluido en la profesión. «Ese fue el punto de partida. Y el segundo, saber que en España, mi tierra de adopción, ha habido grandes reporteros y no se les valora mucho. Hay dos premios Pulitzer, tantos World Press Photo, tanta gente como Gervasio, Ramón Lobo, Javier Espinosa o tantos otros para rendirles homenaje».

Dejarse la piel

Esa catarsis colectiva de los corresponsales que se recoge en «Morir para contar» debe haberle servido también al propio Hernán para repasar el porqué de arriesgar la vida una y mil veces. Hay quien asegura que es pura vocación, pero «yo eso no se lo pregunté a nadie, así que solo te puedo hablar de mí. El cliché es que tiene que ver con la adrenalina, pero uno por adrenalina hace parapente, ¿no? Yo he tenido mucha suerte en la vida. Tengo una familia maravillosa, unos estudios, me parecía que era un poco mi deber dar voz a la gente que no había tenido la misma oportunidad. Eso es lo que me llamó, el sufrimiento ajeno. Y no hay mayor sufrimiento que la guerra». Gente que sufre y que quiere que los reporteros cuenten lo que les sucede, aunque a veces se dejan la piel para trasladar una historia que luego pasa desapercibida: «La gente te agradece que les escuches; luego el impacto que tienen los trabajos se nos escapa de las manos. Yo he hecho cosas que pensé que iban a ser un pelotazo, como cuando estuve tres años entrevistando a mujeres violadas en la guerra, que pasó sin pena ni gloria. Pero es bonito estar ahí para ayudar, porque vemos lo peor de la condición humana, pero también lo mejor y eso te da mucha esperanza».

Ahora que habla de violaciones le pregunto, sabiendo que entre sus documentales hay uno sobre ellas («La guerra contra las mujeres»), si tener por compañera a una mujer en la guerra no duplica los riesgos. Al fin y al cabo, las mujeres siempre son objeto de varias guerras, además de la que se libra... «No lo creo; tener una mujer al lado te abre muchas puertas. Incluso por el interés que despierta en un mundo de hombres. Nunca me he sentido incómodo por trabajar con una; al contrario, me despierta admiración y las veo en algún punto más fuertes que nosotros. Tienen una valentía inspiradora».

A veces la valentía también está en quienes esperan a los que se van a la guerra: «Por eso siempre me pareció que lo peor que me podía pasar era que me secuestraran. Si te matan, el dolor de tu gente acaba ahí, pero la angustia de un secuestro..., creo que es muy duro también para el que secuestran, que piensa en que su familia le está esperando». El miedo del reportero siempre parece más por los otros que por él mismo. Por eso, muchos no tienen hijos y siempre le deben algo a sus madres: «Yo no he tenido hijos porque me parecía muy egoísta irme a la guerra teniendo niños en casa. Ahora el problema es que encontrar una pareja es más complicado que sobrevivir a la guerra... También es duro pensar en los padres y las madres. La mía es de una enorme generosidad y nunca me ha puesto una pega, pero dejar a un niño solo es durísimo. Para mí ese siempre ha sido un poco el límite».

Personal e intransferible

Nació en Buenos Aires, está soltero y sin hijos. Se arrepiente de «no haberlo hecho mejor con gente a la que quise por haber estado demasiado centrado en el trabajo». Perdona «todo, no tengo enemigos ni resentimientos; lo que se aprende en la guerra es que si te pegan un tiro es porque estabas en medio; nada personal». Le hacen reír el humor inteligente y la ironía, y llorar, las injusticias. A una isla desierta se llevaría un Kindle con muchos libros. Le gusta «la comida sana y no bebo alcohol desde hace 20 años». Tiene miles de manías, entre ellas, hacerlo todo el día 22. Se le repiten sueños angustiosos, sobre todo, claustrofóbicos. De mayor le gustaría dedicarse a la ficción. Y, si volviera a nacer, «haría lo mismo, pero me lo tomaría menos en serio».