¿Por qué Felipe V abdicó en la plenitud de su reinado?
La tara melancólica fue haciendo mella poco a poco en el desdichado monarca. No era raro el día que abandonaba el Consejo llorando a lágrima viva
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Felipe V, el primer rey Borbón de España (1683-1746), destacó al principio por su valor en el campo de batalla. En concreto, durante la encarnizada batalla de Luzzara, en Italia, librada el 15 de agosto de 1702, a la edad de dieciocho años. En aquella ocasión resultó herido levemente, mientras una bala de cañón destrozó al oficial que tenía a su lado. Por su entereza y valor la gente empezó a llamarle el «Animoso». Pero el doctor Jacoby resaltaba cómo muy pronto el joven, de «Animoso» conservó más bien poco o nada. Cayó en una indolencia extrema, que con el tiempo se transformó en una postración próxima al letargo. El propio médico Helvecio se había sentido bastante alarmado al comprobar su nostalgia y retraimiento.
La tara melancólica fue haciendo mella poco a poco en el desdichado monarca, hasta anular su personalidad. Comentaba el también doctor Jacoby cómo Saint-Simon, que vino a Madrid al frente de una embajada cuando el soberano tenía treinta y nueve años, lo encontró ya en un estado muy preocupante.
Rara vez salía de la cama el monarca. La princesa de los Ursinos daba fe de ello a «madame» de Maintenon: «El rey no se levantaría en todo el día, si no descorriese yo el cortinaje de su cama, y sería una especie de sacrilegio que penetrase quien no fuera yo en la cámara real, cuando SS. MM. están acostados». La muerte de su primera esposa, llamada María Luisa Gabriela de Saboya, sumió al rey en una profunda depresión, como advertía la princesa de los Ursinos al abate Alberoni: «A cada instante que transcurre se hace más urgente la necesidad de buscar una esposa para el rey». Llevaba ya seis meses de viudez, siendo rehén de su enfermiza melancolía y desentendido de los asuntos de gobierno, cuando contrajo nuevo matrimonio con Isabel de Farnesio. Cada vez que la monarca le veía hundido hacía llamar al célebre músico italiano Carlo Broschi Farinelli, cuyo «bell canto» lograba disipar su tristeza. Más tarde, Farinelli acunaría también al sombrío Fernando VI, que heredó de su padre los malditos vapores.
El desequilibrio de Felipe V se hacía también patente en los favores excesivos concedidos a Farinelli. La primera vez que el músico le dedicó sus canciones en Palacio recibió del rey su retrato enmarcado con brillantes. Luego, se le fijó un sueldo de 135.000 reales, y obtuvo una habitación en la Corte.
El perspicaz marqués de Louville advertía ya entonces que el menor acto de voluntad fatigaba al abúlico monarca. «Felipe –escribía– había recibido de la naturaleza una constitución fuerte, pero vaporosa. Las inquietudes y turbaciones nerviosas, las nubes de tristeza lo agitaban con frecuencia». No era extraño, pues, el día en que abandonaba el Consejo desfallecido, consolándose a lágrima viva con su confidente Louville, mientras reclamaba la compañía de sus hermanos, los duques de Berry y de Borgoña, que vivían por cierto a miles de kilómetros de su palacio.
Felipe V había heredado del padre su particular mutismo: «Hacía falta que conociera bien a una persona para dirigirle un par de palabras», aseguraba Brunet en la «Correspondance de Madame». Alberoni escribía al duque de Parma una carta, conservada en los archivos napolitanos, en la que, entre otras cosas, le decía: «El 4 de octubre de 1717 fue atacado el rey por una melancolía tan negra que se creyó que iba a morir de un momento a otro».
Encorvado y empequeñecido
Un observador tan agudo como Saint-Simon tampoco pudo pasar por alto el deplorable estado en el que encontró a Felipe V después de visitarle en la Corte en 1721: «No vislumbré rastro alguno del duque de Anjou, a quien tuve que buscar en su rostro adelgazado e irreconocible. Estaba encorvado, empequeñecido, la barbilla saliente, sus pies completamente rectos se cortaban al andar y las rodillas estaban a más de quince pulgadas una de otra. Las palabras eran tan arrastradas, su aire tan necio, que me quedé confundido».
Al año siguiente, el monarca era ya más despojo humano que antes. Los médicos le diagnosticaron «frenesí, melancolía, morbo, manía y melancolía hipocondríaca». Así llegó el 10 de enero de 1724 y con él, la abdicación del monarca en la persona de su hijo Luis I. Finalizaba así la primera parte del reinado de Felipe V, iniciada el 24 de noviembre de 1700. Pero el exiguo reinado del hijo, de tan solo siete meses y medio a causa de su prematura muerte, pondría otra vez la nación en manos del padre hasta julio de 1746, cuando falleció fulminado por un ataque de apoplejía.