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Historia
7 de octubre de 1571: El día que España salvó a Europa del Islam
El sueño de todos los sultanes turcos de convertir la Basílica de San Pedro en la principal mezquita del islam se derrumbó

El 7 de octubre de 1571 se libró, en el golfo que separa la península del Peloponeso de Grecia continental y Atenas, la gloriosa batalla naval de Lepanto. Allí chocaron, como tantas veces en la historia, musulmanes contra cristianos.
La flota mahometana dirigida por el veterano Almirante turco Alí Pasha, desplegó en la Sultana –nave insignia de la armada otomana– la bandera del profeta: blanca con versículos del Corán bordados en oro. Un pendón traído especialmente desde La Meca.
La flota católica, liderada por el joven Juan de Austria, izó en La Real, la galera insignia de la armada de la Cristiandad, el estandarte de la Liga Santa de color azul –el color tradicional del manto de la Virgen que simboliza la pureza y humildad de María– que llevaba bordado en medio un gran crucifijo y a sus pies, las armas del Papa, estando las del rey de España a la derecha, las de Venecia a la izquierda, y las de don Juan debajo de ambas, entrelazadas todas con cadenas de oro, significando la firmeza de la Santa Liga. Ese día el mar se tiñó –literalmente– de sangre. En Lepanto, murieron 8.000 cristianos y más de 30.000 musulmanes.
La providencia o el azar de la historia –como usted prefiera–, quiso que la coalición católica, formada por España, Venecia y los Estados Pontificios, derrotara al aparentemente invencible Imperio otomano.
Por entonces, el imperio turco, estaba aún en plena expansión. Los otomanos aliados a una mezquina Francia, estaban en condiciones de amenazar a la propia España. La Francia que fuera alguna vez hija primogénita de la Iglesia se había convertido en concubina del sultán.
Los árabes habían protagonizado la primera invasión del islam a Europa y los turcos otomanos estaban protagonizando, quizás con más éxito, la segunda.
El sultán Solimán el Magnífico, antes que lo sorprendiera la muerte, el 7 de septiembre de 1566, había jurado entrar a caballo en la Basílica de San Pedro tal como, el 29 de mayo de 1453, el sultán Mahomet II había hecho en la Basílica de Santa Sofía tras conquistar, a sangre y fuego, la milenaria Constantinopla, capital del Imperio romano de oriente. El hijo de Solimán, Selim II, heredero del juramento de su padre, se planteó ser el sultán que pasara a la historia por haber conquistado la ciudad de Roma, desde donde ejercía su comandancia el jefe de los infieles, el Papa Pío V.
Pero aquel 7 de octubre de 1571, el sueño de todos los sultanes turcos de convertir la Basílica de San Pedro en la principal mezquita del islam se derrumbó. El aporte decisivo para despertar al turco de su sueño fue el de España.
La noticia de la estrepitosa derrota de su armada, en Lepanto, no tardó en llegar a Constantinopla. Los musulmanes entraron en pánico. Estaban persuadidos de un inminente ataque cristiano. El sultán Selim II ni comió ni durmió durante tres días; se rezó sin cesar en todas las mezquitas. Los habitantes musulmanes de Constantinopla solo pensaban en huir. Los que ahora temblaban de miedo, eran los mismos que, a fines de agosto de 1571, habían recibido con algarabía los pellejos del general veneciano Marco Antonio Bragadino, relleno de paja, y colgado del mástil de la galera, que traía a la capital imperial la noticia de la conquista de Chipre. Los mismos que habían festejado el asesinato de los varones y la violación de las mujeres en Nicosia y Famagusta como el justo castigo aplicado por los soldados turcos a los infieles cristianos.
El 19 de octubre, cuando llegó a Venecia la buena nueva de la victoria contra los turcos, el pueblo, espontáneamente sin que nadie lo convocara, comenzó a acudir en masa a la plaza de San Marcos, cantando y bailando. Algunos tocaban trompetas y pífanos, otros golpeaban estruendosos tambores. Una multitud mostró su alegría ante las puertas de la catedral, dando comienzo a una semana de fiestas ininterrumpidas. En algunas tiendas se colgaron burlones carteles que decían «chiuso per la morte de Turchi» («cerrado por la muerte del Turco»). Aquella alegría desbordante que se vivió en Venecia fue completamente espontánea y abarcó a ricos y pobres, a hombres y mujeres, a ancianos y jóvenes. Todos festejaron.
Delirio sin control
En Roma, cuando se conoció de la victoria de don Juan de Austria y la flota de la Liga Santa en Lepanto, se desató el delirio. Una fiesta popular y espontánea, superó el ánimo de ordenarla, que intentaron las autoridades. Las iglesias se colmaron de multitudes que, de rodillas, rezaban el Rosario, agradeciendo a Dios, el triunfo contra los turcos. Los sacerdotes celebraron misas de acción de gracias, los nobles organizaron fiestas en sus casas, el pueblo cantó, durante días, su alegría, por las calles.
En Mesina, cuando el 1 de noviembre, don Juan de Austria hizo su entrada triunfal a la ciudad se sucedieron fiestas durante tres días y las autoridades le ofrecieron como regalo al héroe de Lepanto treinta mil escudos que don Juan repartió entre los hospitales y soldados heridos de la armada.
Cuando llegó la noticia de la victoria a Granada, Sevilla, Córdoba, Barcelona, Madrid el pueblo estalló de júbilo. Inundó las calles para festejar y las iglesias para agradecer la victoria. Sin embargo, el pueblo español quedó defraudado: no pudo recibir a su héroe.
Dato saliente, el triunfo de Lepanto se festejó por igual en toda Europa. Tanto en las ciudades católicas como en las protestantes. De golpe, los cristianos parecían haberse reconciliado, ya no había católicos y protestantes, ingleses y españoles, la alegría de la victoria, contra el viejo enemigo musulmán, había hecho el milagro de reunificar a la Cristiandad, aunque solo fuese por un instante. Al llegar la noticia a Londres, el pueblo salió a las calles, hubo fiestas y la reina, increíblemente, pagó de su bolsillo, fabulosos fuegos artificiales.
Pero, ¿por qué cabe hoy recordar el temor que invadió a los musulmanes y la alegría que inundó el corazón de los cristianos luego de la batalla de Lepanto? ¿Por qué perder el tiempo analizando la batalla de Lepanto cuando España atraviesa una crisis política sin precedentes? ¿Por qué estudiar hoy la batalla de Lepanto cuando a tan solo dos mil quinientos kilómetros de Madrid, ucranianos y rusos se matan unos a otros? ¿Por qué esa manía por la historia?
Porque, como sostenía el gran jurista argentino Juan Bautista Alberdi, «...entre el pasado y el presente hay una filiación tan estrecha que, juzgar el pasado no es otra cosa que ocuparse del presente». Porque para el mundo islámico Lepanto es una batalla inacabada. Porque si bien es cierto que el «choque de civilizaciones» fue el eslogan inventado por Samuel Huntington –a petición de la CIA– para justificar las acciones del imperialismo norteamericano en Oriente Medio, no es menos cierto que los líderes religiosos y políticos del mundo islámico jamás han dejado de soñar con convertir la Basílica de San Pedro en la mezquita más grande del islam. Porque el Viejo Continente sufre hoy, una invasión silenciosa protagonizada por el mismo poder que España detuvo en Covadonga y derrotó en Lepanto. Porque como afirmaba el glorioso Manco de Lepanto: «La historia es testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente y advertencia de lo porvenir».
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