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Ensayo

Espada, el instrumento que cambió para siempre la relación del hombre con la violencia, la justicia y el poder

'Blandir la espada' invita a ver la historia de la humanidad con nuevos ojos, entendiendo este arma cómo una herramienta puede reflejar toda la complejidad del ser humano

En este ensayo, Richard Cohen explica, entre otras curiosidades, qué tienen en común Karl Marx y Grace Kelly con la espada La Razón

Pocas herramientas han acompañado tan íntimamente el curso de la civilización como la espada. Desde los albores del mundo antiguo hasta los escenarios intergalácticos de la ficción moderna, la espada ha sido más que un arma: símbolo de honor, de poder, de arte. Tal cosa el lector podrá comprobarla si acude a las páginas de «Blandir la espada» (traducción de Patricia Antón), en que el escritor británico Richard Cohen traza un recorrido monumental por la historia del mundo a través de este objeto de acero, deteniéndose en culturas, personajes y acontecimientos que definieron no solo el uso del arma, sino el significado que cobró en la conciencia humana. Y es que, desde que el ser humano decidió empuñar una hoja metálica, su relación con la violencia, la justicia y el poder cambió para siempre. Incluso hoy en día, cuando nos damos la mano lo hacemos como gesto de paz, mostrando que no llevamos espada oculta.

En el campo en que nos movemos, Richard Cohen no es un autor cualquiera. Cinco veces campeón de sable en el territorio de la Commonwealth y participante en cuatro Juegos Olímpicos, ha sabido unir su experiencia como esgrimista profesional con una aguda capacidad de análisis histórico. Editor y fundador de su propia editorial galardonada, ha trabajado con nombres como John Le Carré y Kingsley Amis, y ha colaborado con medios como «The New York Times» o «The Wall Street Journal». De este modo, en «Blandir la espada», despliega todas sus facetas: investigador minucioso, narrador apasionado, cronista de la humanidad. Así, el viaje que propone el libro comienza en el Antiguo Egipto, atraviesa el Imperio romano, se detiene en el Japón feudal con los samuráis y llega hasta los modernos duelos olímpicos, pasando por la literatura de Alexandre Dumas, los escenarios de las películas de «Star Wars» y los salones de esgrima europeos.

Cohen ha sabido unir su experiencia como esgrimista con una aguda capacidad de análisis histórico

El autor, con todo ello, recoge y entrelaza historias fascinantes: ¿por qué retó Ignacio de Loyola a un hombre a un duelo? ¿Qué esgrimista de origen judío compitió para los nazis en los Juegos Olímpicos de Berlín? ¿Qué tienen en común Karl Marx y Grace Kelly con la espada? El resultado de todo su caudal de anécdotas e información histórica de gran relevancia sociológica no es solo un tratado sobre un arma, sino una historia alternativa de la humanidad; no en vano, durante siglos y siglos la espada fue algo así como la extensión del cuerpo, pero también del alma y del pensamiento. El libro lo refleja contando cómo esta arma trascendió su uso bélico para convertirse en emblema cultural, pues, como señala el propio autor, la espada ha definido códigos de honor, inspirado relatos épicos y simbolizado ideales de justicia.

En Europa, por ejemplo, la espada ropera del Siglo de Oro español fue mucho más que un arma de autodefensa: se convirtió en signo de estatus, estilo y sofisticación. Ligera, precisa y diseñada para la estocada más que para el tajo, la ropera elevó la esgrima a un arte refinado, explica Cohen. Cabe decir, asimismo, por lo que nos atañe, que España exportó no solo las espadas, sino también su filosofía de combate a través del sistema de la Verdadera Destreza, que transformó la esgrima europea desde Toledo hasta París.

Toledo, capital mundial de las espadas legendarias

Es más, Toledo merece capítulo aparte dentro de «Blandir la espada». Convertida en la capital mundial de la espada durante la Edad Media y el Renacimiento, la ciudad perfeccionó técnicas de forja que combinaban dureza y flexibilidad, creando algunas legendarias. Reyes, nobles y soldados cruzaban Europa para encargar sus armas en la ciudad imperial, cuya fama trascendía fronteras. Fue el caso de Carlos V y Felipe II, que confiaron en los maestros toledanos, quienes guardaban con recelo sus secretos de templado. Hoy, por cierto, aunque las espadas ya no se empuñen en batalla, las piezas toledanas se conservan como obras de arte, testimonios de un legado que forjó imperios.

En el otro extremo del mundo, los samuráis encarnaron una relación casi espiritual con la espada. Su código, el Bushido, exigía lealtad, disciplina y una disposición a la muerte antes que al deshonor. La espada no era solo un instrumento, sino la manifestación del alma del guerrero. El daisho –la pareja de la katana y el wakizashi– no solo servía para luchar, sino también para morir con dignidad, como en el caso del seppuku, cuenta Cohen. Este pone el ejemplo de Miyamoto Musashi, quien venció con una espada de madera a su rival Sasaki Kojiro, mostrando que la mente podía ser más letal que el acero, y recuerda que, aunque la espada japonesa ya no arremete contra nadie, sigue moldeando el espíritu del país a través de disciplinas como el kendo.

¿Por qué retó Ignacio de Loyola a un hombre a un duelo? ¿Qué tienen en común Karl Marx y Grace Kelly con la espada?

En este sentido, le lector avezado recordará cómo Yukio Mishima, en 1970, protagonizó en el despacho del jefe del Estado mayor del ejército japonés un espectacular harakiri, según él, «la masturbación definitiva», que había perdido popularidad desde la Segunda Guerra Mundial. Aquel día, el escritor entra en el edificio oficial con cuatro hombres del comando de extrema derecha que había fundado y, tras reducir a los guardias, sale al balcón para proclamar en público diferentes ideas sobre el Japón tradicional. De vuelta adentro, se deja el torso desnudo, se asienta sobre los talones, grita tres veces «¡larga vida al emperador!» y se clava una daga. Su amante, Masakatsu Morita, le da el golpe de gracia, aunque no logra decapitarlo hasta la tercera vez, y es otro compañero, Furu Koga, quien descabeza a ambos.

Por otra parte, Cohen también recoge historias sorprendentes donde la espada se cruza con lo inesperado. Uno de los episodios más insólitos es el «duelo de las salchichas», entre el científico Rudolf Virchow y el canciller Otto von Bismarck. En lugar de espadas, Virchow propuso un combate culinario: uno de los dos embutidos estaba infectado con triquinas. Quien lo eligiera mal, moriría. La ciencia desarmó al poder, y Bismarck se retiró sin duelo. Igualmente fascinante es la historia de la Chevalière d’Éon, espadachina del siglo XVIII, diplomática, espía y figura que desafiaba las normas de género de su época. Nacida como Charles-Geneviève d’Éon de Beaumont, vivió buena parte de su vida como mujer, ganó duelos vestida de dama y dejó perpleja a la sociedad europea. Su duelo con el entonces célebre Chevalier de Saint-Georges la consagró como una leyenda viva, cuya espada atravesó no solo cuerpos, sino las barreras sociales.

Uno de los episodios más insólitos es el "duelo de las salchichas" entre Rudolf Virchow y Otto von Bismarck

En pleno siglo XX, cuando el acero parecía haber sido desplazado por el plomo de las armas de fuego, la espada encontró un nuevo campo de batalla: el espionaje. Jerzy Pawłowski, campeón mundial de sable y héroe nacional polaco, fue también un agente doble durante la Guerra Fría. Viajando a competiciones, transmitía información secreta a la CIA. Su caída, su condena y su inesperado retorno a Polonia tras un intercambio de espías lo convirtieron en una figura tan polémica como fascinante. Cohen entrelaza de esta manera historias personales con episodios que describen civilizaciones enteras o ámbitos muy concretos, como el del espectáculo. Desde los gladiadores de la antigua Roma –con sus entrenamientos con espadas de madera hasta la organización de los juegos mortales– hasta el cine de Hollywood, donde personajes como los mosqueteros, Don Jaime Astarloa –el personaje creado por Arturo Pérez Reverte para protagonizar su novela «El maestro de esgrima», situada en Madrid a mediados del siglo XIX– o Darth Vader han mantenido viva la fascinación por empuñar un arma de estas características.

Incluso en la modernidad, la esgrima deportiva, disciplina donde se cruzan la precisión, la estrategia y la elegancia, mantiene vivo el arte de guerrear con arma blanca, como demostró Aldo Nadi, uno de los más grandes esgrimistas de la pasada centuria. Podríamos concluir, pues, que la espada aún brilla, y que, como apunta el propio Cohen, es «una manera distinta de contar la historia del mundo». Porque la espada, como él demuestra, no es solo una hoja de acero: es la encarnación de valores, conflictos y aspiraciones humanas. Ha sido símbolo de justicia y de opresión, de libertad y de servidumbre, de duelo y de danza.

Los mosqueteros de Dumas

En 1600, Enrique IV de Francia creó una unidad de élite para su guardia personal, los «carabiniers», que Luis XIII transformaría en los célebres mosqueteros, armados con mosquetes. Esta unidad fue disuelta y restituida varias veces a lo largo del siglo XVII y XVIII, hasta su desaparición definitiva tras Waterloo. Su historia habría quedado en el olvido de no ser por Alejandro Dumas, quien los inmortalizó en novelas como «Los tres mosqueteros». Sin embargo, su fuente original fue una obra ficticia: «Memorias de D’Artagnan», escrita por Gatien de Courtilz de Sandras, un exmosquetero que desde la Bastilla creó una autobiografía inventada pero basada en hechos reales. El D’Artagnan real, Charles de Batz-Castelmore, nació en Gascuña, en 1615. Ingresó en los mosqueteros tras la muerte de su hermano mayor; pronto destacó en campañas militares y como agente secreto del cardenal Mazarino. Dumas embelleció la historia, cambiando fechas y añadiendo personajes inspirados en figuras reales. Aramis, Athos y Porthos existieron realmente, con vínculos con el capitán de los mosqueteros, Tréville. Milady, por ejemplo, se inspiró en una espía real. El D’Artagnan literario es un espadachín hábil, pero el verdadero fue aún más valeroso y eficaz.