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Historia
Filósofos antiguos contra modernos
Enfrentamos a seis nombres del pensamiento para entender la vida actual

Sócrates, Platón y Aristóteles en el mundo moderno
Por David Hernández de la Fuente
A la pregunta de por qué la filosofía resulta hoy como ayer tan relevante para entender nuestro mundo se puede responder de muchas maneras. Pero es importante configurar una especie de genealogía o jerarquía, la que imponen los siglos y las escuelas y considerar de dónde procede esa cascada de maestros y discípulos y hacia dónde nos inclinamos a mirar ahora, en tiempos difíciles, buscando las voces más autorizadas. Cuestiones como la justicia y la injusticia, la guerra y paz, la reforma de nuestras maltrechas democracias en momentos de peligro, las turbulencias de conflictos o pandemias, la relevancia de la ciencia en los momentos en los que la inteligencia artificial y la obsesión por la tecnología parecen dejar de lado los valores humanistas y, en suma, un sinfín de temas candentes más, los anticipó una tríada de pensadores griegos que aún son imprescindibles para comprender nuestro presente.
Más allá de las modas –del budismo de los sesenta al estoicismo de los dos mil–, hay una suerte de «santa trinidad» de la filosofía antigua para tiempos modernos que sigue siendo la de siempre y no es otra que la sucesión de maestros y discípulos que encarnan Sócrates, Platón y Aristóteles, a la sazón, las tres grandes cabezas que simbolizan la génesis del pensamiento occidental y a los que ahora se dedica precisamente un interesante ensayo del psiquiatra y filósofo Neel Burton titulado con gracia «La banda de los tres» (Rosamerón). Antes de ellos todo era fragmentario y titubeante, presocrático –o, como quería Nietzsche, preplatónico–, y apuntaba temas que luego alcanzarían plenitud y desarrollo en ellos.
Punto de inflexión
El punto de inflexión de esa tríada es esencial, porque todo lo de después son relecturas y adaptaciones, sobre todo, del legado del gran Sócrates: todas las demás filosofías, notablemente las de época helenística y romana, como estoicos, epicúreos y cínicos, amén de escépticos, cirenaicos y, por supuesto, el posterior cristianismo en sus muchas variantes, procede en último término del maestro Sócrates y de su giro copernicano en cuanto a situar un profundo humanismo en el centro de la escena, en la ética cotidiana, en la defensa de la búsqueda de la verdad y de la belleza, en la misión del día a día. La búsqueda de la belleza y del bien a través del amor a la sabiduría; no otra cosa era, es y ha de ser, pese a muchos desvaríos modernos, la filosofía en su papel central y humanístico. Esta es una bella lección de la filósofa Diotima de Mantinea a su enamorado discípulo Sócrates, que a su vez la repetirá para su amante Alcibíades y para todos nosotros hoy, aún enamorados de la filosofía, con palabras memorables como estas: «Quien haya sido instruido hasta este punto en las cuestiones del amor, contemplando paso y correctamente las cosas bellas, próximo ya a su completa iniciación en los misterios del amor, asistirá de improviso a la revelación de algo sorprendentemente bello por naturaleza. Este, Sócrates, constituye el objeto de todos los esfuerzos anteriores [...] culminar con aquel conocimiento que no es otra cosa que el conocimiento de la belleza absoluta, y así comprender finalmente lo que es la belleza en sí».
El epicentro de esta tríada, Sócrates, supo poner la filosofía en el debate, de donde nunca debería salir. Cabe lamentar que hoy día la filosofía esté relegada a una simple asignatura, y que la psicología o la autoayuda le hayan arrebatado gran parte de su presencia pública. Pero era y debería ser no una simple disciplina sino una forma de vida, una medicina para el alma y la búsqueda de la serenidad y la razón en el centro del individuo y del colectivo, desde la introspección a la escena pública. En la época heroica en la que los filósofos griegos inauguraron la manera de afrontar los problemas sin el recurso a los dioses, a la superstición, al engaño o al autoengaño del miedo o de la esperanza, se pensó simplemente en cómo el ser humano podía ser un buen ser humano, en combinación entre lo uno y lo múltiple, en lo personal y en la comunidad. La manera de salir de uno mismo y también de estructurar el conocimiento en la era axial en occidente remonta en último término al maestro ágrafo Sócrates, con su daimón, su ironía y su logos vivo en conversación con los amigos, y su proceso entre inductivo y deductivo del que salen todas las maravillosas obras de Platón. Este gran ateniense, el primer filósofo que escribe su obra para ser leída en la época de transición desde la oralidad a la escritura, quiso cuadrar el círculo al transcribir en diálogos, acuñando un género literario filosófico, ese mundo oral y aural de la filosofía de los orígenes. Sus temas son siempre relevantes para hoy, ética, política o metafísica, y todo lo demás, como quiso Whitehead, son notas al pie de sus páginas y de sus mitos. Y, por supuesto, acabamos con la mente global, Aristóteles, que supo tratar todas las ciencias y organizar el árbol de lo que luego sería el conocimiento científico del que somos herederos hoy y sin el que no habría ni ilustración ni tecnología. Pero todo comenzó con el magisterio de la palabra alada y con la filosofía como una manera de vivir total, una suerte de ejercicio espiritual y humanístico, desde lo individual a lo social, que buscaba el norte hacia el que orientarnos. Esto es especialmente relevante en momentos de crisis como el actual, cuando estamos regresando a la más vigente guía y compañía para tiempos modernos, la de los pensadores clásicos.
Compañeros de viaje que cuidan el alma frente al mercado
Por Carmen González Marín
En ocasiones exigimos a la filosofía que sea útil para nuestras vidas. Pero si pudiéramos adjudicar a la filosofía un valor práctico, quizá cierto poder consolador, se debería a su modo peculiar de enfrentarse al mundo que, en realidad, consiste en «salir de él». Renunciar a la vida es el mensaje del sabio para vivir la vida del espíritu, para «pensar», que, como nos enseñó Hanna Arendt, consiste en «no estar en ninguna parte». Sin embargo, los mensajes del sabio parecen perder su significado cuando la filosofía deja de ser un «cuidado del alma» y trata de convertirse en una potencial estrategia para lograr objetivos prácticos. Con ayuda de tres nombres –Rousseau, Thoreau y Arendt– me gustaría recuperar algunas de las propiedades consustanciales a la filosofía que, a mi juicio, corremos el riesgo de olvidar en nuestra ansiedad por reinterpretarla como «el tipo de actividad que requerimos» en nuestro mundo «para vivir mejor», y, así, restaurar su naturaleza real como una «práctica» no utilitaria.
En ese magnífico ejemplo de meditación que son las «Ensoñaciones del paseante solitario» (1776-1778), contrapone Rousseau la filosofía –de los «philosophes»– a la «sabiduría», para advertirnos de dos cosas de sumo interés: la primera, que la experiencia, caso de enseñar algo, enseña el desengaño; la segunda, que contra la incertidumbre no hay argumento posible. En realidad, la segunda advertencia es la contrapartida a la primera. Contra la sospecha de hoy, que deriva de mi conocimiento, prefiero el consuelo de ayer, hijo de la inexperiencia.
La sabiduría nos proporciona una enseñanza altamente instructiva en lo que respecta al valor práctico de la experiencia, de la que es posible extraer consecuencias relativas a la filosofía también. Ni siquiera la experiencia propia –y así destruimos uno de los mitos de la idea popular de la filosofía– me sirve para nada: «Aprendo a conducir el carro cuando ya he llegado al final de la carrera», se lamentará Rousseau. Pero no solo es la experiencia vivida lo que supone un fracaso como maestra, la propia filosofía puede fracasar también precisamente por su propia vanagloria.
En su conferencia de 1854, «Una vida sin principios», H. D. Thoreau aporta una fresca mirada a las deficiencias de la modernidad. La vida productiva, la del trabajo que es el cimiento del «hombre de principios», se opone necesariamente a todo aquello que es elevado, la poesía, la filosofía. La vida buena es una vida alejada de los afanes mundanos, de hecho, una vida ociosa, como condición para resguardar la mente como un santuario. Ese santuario interior es el lugar privilegiado donde liberarse de una pretenciosa interpretación de la verdad. La defensa de la naturaleza y de la interioridad, como si esta fuera un trasunto de la primera, son los objetivos que sustituyen a la capacidad de acción y al carácter industrioso. «Tener principios» es uno de los equívocos objetivos pedagógicos de los «hombres de bien»; promover una vida sin principios es alejarse de la norma, desenfocar las metas de un «buen ciudadano», pero curiosamente ése es el propósito de quien se deja ir por el camino del pensamiento.
El compromiso
No muy distante en su espíritu, de la lectura del texto «El pensar y las reflexiones morales», de Hanna Arendt (1971), se deriva un aprendizaje bastante simple, que se enraíza en una de las preguntas más interesantes a las que ha de responder la filosofía, a saber, ¿puede hacernos mejores? Por una parte, la diferencia entre «pensamiento y conocimiento» se convierte en sustancial a la hora de entender lo que es verdaderamente la filosofía, y, muy especialmente, el entronque moral de la «vida del espíritu». El pensar, frente al conocimiento, se convierte en relevante como experiencia, y como forma de vida, como una garantía de ese entronque moral del ser humano. Eso no significa que Arendt sostenga una posición ingenuamente cognitivista en moral, esto es, no somos mejores porque pensar nos lleve necesariamente a elegir el bien. Pero no pensar puede en cambio conducirnos a la catástrofe moral. Nos ayuda a recordar que siempre habrá lugar para la duda y la insatisfacción, pero que, al mismo tiempo, eso es lo moral. Dado que este texto es una reflexión a partir de su libro «Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal» (1963), nos enseña que si hay algo relevante en pensar es precisamente que nos impide simplemente seguir reglas, sean éstas las que sean. Al mismo tiempo, evita que el pensamiento mismo sea considerado, como sería tan tentador, un procedimiento de decisión, cuyo objetivo último sea alcanzar algún tipo de éxito (aunque se trate de un éxito consistente en un acierto moral). Si el filósofo es quien paradigmáticamente ha de tener la capacidad de pensar en más alto grado, el corolario de todo esto es que el filósofo es un individuo «inútil y peligroso».
Hasta este punto, se diría, solo estamos retratando a un filósofo como Sócrates, cuyo valor supremo radica en su compromiso con un inacabable regodeo en el pensamiento. Pero sabemos que Arendt va un poco más allá. Si bien la inutilidad y la peligrosidad social de la filosofía queda fuera de duda, precisamente las razones de ello son las mismas por las cuales la filosofía se muestra tan necesaria; tanto que prescindir totalmente de ella condena al fracaso en aquellos aspectos de la vida práctica menos filosóficos también.
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