Manuel Utor, el éxito del tenor que no sabía cantar
La vida del "Musclaire" es de cuento: tenía un don en su voz, aunque fuera un analfabeto musical, vivió siempre al límite, trabajaba resacoso y la gente lo admiraba
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Hubo una época en la cual, sin tener preparación musical, uno podía debutar en un gran teatro de ópera y convertirse en un cantante de un relativo éxito e, incluso, grabar discos. Las excentricidades, a comienzos del siglo XX, estaban permitidas en el mundo de la música. Uno de estos personajes fue el barcelonés Manuel Utor Mayor. Nació el 24 de julio de 1862 en el barrio de la Barceloneta. De familia muy humilde, se dedicaba a cargar y descargar barcos del puerto de Barcelona. En sus ratos libres ayudaba a su hermana, que tenía una tienda de mejillones, y por eso le quedó el apodo de «Musclaire».
Era bajo, con la cara marcada por la viruela, un ojo de vidrio que perdió en una pelea y analfabeto. La antítesis de un tenor heroico. En las tabernas de la Barceloneta, después de trabajar, cantaba para entretener a los que ahí estaban bebiendo con él. Como consecuencia de una pelea, en la cual murió Manuel Salgada, Utor pasó seis años en la prisión de Cartagena. Regresó a Barcelona en 1900. Sin trabajo y arruinado, sus amigos le convencieron para que se ganara la vida cantando. Se presentó en 1901, en el Teatro Gran Vía de Barcelona, con Marina de Arrieta. La ópera se la sabía de memoria, pues no sabía leer y menos música. La función fue un fracaso. No perdió la esperanza y cantó en pequeños teatros. En mayo de 1902 debutó en el Romea de Barcelona con cierto éxito.
El empresario sueco Bern Janzen se convirtió en su mecenas después de oírlo cantar en el Romea e intentó que un profesor educara su voz. Todos los esfuerzos resultaron inútiles. Utor tenía ya entonces 40 años, nula formación cultural y dificultades de aprendizaje musical. Janzen no desfalleció. Lo albergó en su casa y durante nueve meses le hizo estudiar la ópera «La africana», de Giacomo Meyerbeer.
Gracias a los contactos de Janzen, Utor debutó en el Liceo, el 25 de enero de 1903, con dicho título. Impresionó su voz, pero no como cantante. Nervioso, sin experiencia, con problemas musicales, con lagunas de memoria... Lo tenía todo para no triunfar. Sin embargo, le pidieron un bis con la aria «O Paradiso». A pesar de todo, aquella noche nació un mito conocido y reconocido en toda Barcelona. Luego debutó en el Teatro Novedades, consiguiendo nuevamente un moderado éxito, cantando «La africana» hasta en once ocasiones.
Los teatros empezaron a rifárselo. En el Tívoli también cantó «La favorita», de Gaetano Donizetti. Añadió a su repertorio «I Goti», de Eduardo Viscasillas; «Lucrecia Borgia», de Donizetti; «Marina», de Arrieta; «La Dolores», de Tomás Bretón; «Aida», de Verdi; y «La tempestad», de Ruperto Chapí, entre otras. En 1908 debutó en el Teatro de la Zarzuela de Madrid con «Marina».
El bajo Víctor Maurel, el primer Yago del «Otelo» verdiano, convenció a Utor para que se sumara a su compañía para realizar una gira por Estados Unidos. Cuando llegaron a Nueva York, en 1911, no había dinero y Maurel desapareció. Utor, sin conocer el idioma, empezó a trabajar en programas de varietés. Acabó en el Churchill’s Restaurant como cocinero-cantante. En septiembre de 1911 regresó a Barcelona. En 1912 cantó en Argentina y Uruguay. Siguió haciéndolo en pequeñas poblaciones, festivales y fiestas populares. Necesitaba trabajar para sobrevivir.
Con 70 años, acompañado de Francisco Brull «el Poll», continuaba cantando en fiestas mayores, muchas veces solo para que le dieran de comer. Cuando sus fuerzas se deterioraron ingresó en la Residencia del Actor Catalán. En 1938 volvió al Liceo con 76 años. Se organizó un festival benéfico para recaudar fondos para la Residencia. Utor cantó «O Paradiso», el aria que le había dado la gloria en 1903. En 1940, sin recursos económicos, ingresó en la Casa de la Caridad de Barcelona. Falleció el 1 de julio de 1948, siendo enterrado en el cementerio del barrio de San Andreu de Barcelona.
Manuel Utor nunca quiso hacer una gran carrera o, quizá, sabía de todas sus carencias. Utilizaba su voz para cantar. No era un divo. No lo necesitaba. Él formaba parte de la Barceloneta y ahí era feliz. En las tabernas, con sus amigos, bebiendo, cantando y gastando el dinero que ganaba. Nunca pensó en el futuro y era feliz. «El Musclaire» tenía un don y le gustaba hacer feliz a los demás con su voz. Ese don le permitió, más de una vez, subir a un escenario con resaca. Se le perdonaron los fallos vocales y de memoria porque la gente lo admiraba. Manuel Utor forma parte de una época irrepetible.