Marian Turski, superviviente de Auschwitz: "En dos semanas perdíamos la humanidad. Nos convertíamos en alimañas"
Cuando de la ducha salió agua y no gas fue el momento más feliz de su vida. Ahora, con casi cien años, su obsesión es "recordar, pero no buscar venganza"


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Marian Turski (1926) fue deportado al campo de concentración y exterminio de Auschwitz Birkenau. Sobrevivió al Holocausto y ha vivido para no callarse. Tras el abismo de la guerra, vino una vida en la que, entre otras, se convirtió en historiador, en miembro del Consejo Internacional de la Fundación Museo Auschwitz y en director del Museo POLIN de Varsovia.
A sus 98 años ya le quedan muy lejos los días de la ocupación alemana de Polonia, en 1939, pero ha narrado sus experiencias con detalle. Turski, junto a parte de su familiar, fue forzado a trasladarse al gueto de Lodz, y posteriormente, deportado a Auschwitz, donde su padre y su hermano fueron asesinados.
En enero de 1945, días antes de la liberación del campo, superó la "marcha de la muerte" que le llevó hasta el campo de concentración de Buchenwald.
También sobreviviría a una segunda "marcha de la muerte", en esta ocasión, con destino al campo de Theresienstadt, en el que finalmente fue liberado al acabar la Segunda Guerra Mundial.
"Los piojos eran enemigos muy peligrosos"
Don Marian Turski es miembro del Consejo Internacional de la Fundación Museo Auschwitz, de la asociación que supervisa el Centro de Conferencias de Wannsee y uno de los fundadores del Museo de la Historia de los Judíos Polacos POLIN.
Cuando se le pregunta por sus recuerdos del día de la liberación de Auschwitz, responde que "me sacaron días antes". Es práctico: "No recuerdo la felicidad de la liberación porque no la viví", rememora Eduardo de Ocampo –secretario de la Cátedra de Derechos Humanos y Cultura Democrática Instituto Nacional Auschwitz Birkenau España-UBU– de sus encuentros con el superviviente junto a Álvaro Enrique de Villamor y Soraluce, Cónsul Honorario del Lugar de la Memoria Auschwitz Birkenau en España, Red de la Diplomacia del Instituto Auschwitz Birkenau (Polonia).
Pero lo que no se borra fácilmente de la memoria son las penurias que sufrió allí. Siempre ha señalado a "los piojos". No eran cualquier cosa, "eran enemigos muy peligrosos": "La monstruosa precariedad, la falta de higiene, las bajas defensas por la desnutrición, el trabajo brutal y la enorme cantidad de ellos nos hacían fácil blanco para desarrollar tifus".
Hablar con los compañeros les hacía "olvidar por un instante el hambre que pasábamos"
Para Turski que "era tan grande la población de piojos que, si uno se detenía a observar atentamente el techo del barracón, parecía que éste se movía". Fue por ellos por los que pasó dos meses en el hospital, "inconsciente y más muerto que vivo", repite De Ocampo.
La sombra de Auschwitz es alargada y es por ello que este superviviente afirma que "nunca desaparece. Hay noches peores que otras".
Allí, el tema más recurrente para sobrellevar los malos ratos era el de la comida. Los platos de las madres o esposas de los prisioneros se hacían grandes en el imaginario de cada uno, aunque el estómago no entiende de ensoñaciones. Además, Turski añoraba "el hogar" y a "nuestras personas queridas". Una breve charla entre compañeros de barracón servía para "olvidar por un instante el hambre que pasábamos". La obsesión constante en Auschwitz era una: "Conseguir comida". Junto al frío, el hambre infinita era "lo peor". Un bocado era un gozo; dos, un sueño; tres o más, la felicidad supina.

No esconde que existieron las risas dentro de Auschwitz, no obstante fueron una excepción en un campo que generó "una sociedad monstruosa en la que las personas, tras su ingreso, perdían la humanidad en un par de semanas": "Nos convertíamos en alimañas cuyo único propósito era sobrevivir. Los prisioneros se robaban entre ellos los zapatos, el pan, cualquier cosa. Además de nuestros verdugos nazis, entre los prisioneros había categorías, reales o imaginarias, que dificultaban mucho las cosas. La camaradería se daba entre pequeños grupos que nos apoyábamos unos a otros".
"¿Asesinar con gas? ¡Era inconcebible! Los nazis eran crueles, pero hasta ese punto no podría ser"
Continúa: "Por ejemplo, un momento que recuerdo con gratitud fue cuando nos llegó, no se sabe cómo, un caramelo. Tuvimos que repartirlo entre siete personas. ¡Un caramelo para siete personas adultas y muertas de hambre! Recuerdo el deseo de comérmelo entero y la satisfacción de haberlo repartido lo más equitativamente que pudimos".
Un dulce no era más que un oasis en mitad del infierno. Lo habitual era la pérdida de esperanza por salir con vida del campo de exterminio. "Constantemente y desde el primer momento". Y se explica: "Cuando estaba retenido en el gueto, me dieron la misión de contar que existía un lugar llamado Auschwitz al que llevaban a la gente en vagones y los asesinaban con gas. ¡Yo no me lo creía porque la historia era inconcebible! Los nazis eran crueles, pero hasta ese punto no podría ser. Así, que me pusieron en la mano un plano de aquel lugar y, como un soldado, me puse a contar la historia. El objetivo era transmitir aquella información para que, en el caso de que alguien fuera deportado pudiese ir avisado e intentar salvar la vida".
A pesar de ello, no consiguió evitar su traslado a Auschwitz: "Me metieron en un vagón de ganado y cuando se abrió el portón, lo que vi correspondía perfectamente a lo que había enseñado y contado tantas veces". "Tras el habitual recibimiento de gritos, perros azuzados, culatazos y golpes, pasé la selección. Nos dirigimos a una estructura y cuando vi un cartel que ponía 'duchas', me dije: 'Ya está'. Venía un conocido en el grupo que era carpintero y todo optimista me dijo: 'Marian, ¿te das cuenta? Todos estos edificios son de madera. Yo soy carpintero. Voy a tener mucho trabajo'. Pobre. No le conté lo que ya sabía. ¿Para qué? Si íbamos a morir, que muriese sin angustia".
"No pude evitarlo, vomité, me oriné encima y todo lo que ustedes puedan imaginar"
Al entrar en las instalaciones, el protocolo de quitarse la ropa y pasar a la ducha le revolvió como nunca. "No pude evitarlo, vomité, me oriné encima y todo lo que ustedes puedan imaginar". Turski solo esperaba "que la muerte fuese lo menos dolorosa posible". Pero… salió agua. "No salió gas. ¡Imagínense! ¡Seguir vivo!", aseguró de lo que denomina "¡el momento más feliz de mi vida!".
Pasado el trámite de la ducha, con la piel abierta por el rasurado "poco delicado" que les hicieron y con unos polvos para desinfectar que "picaban horriblemente en las heridas", había superado la primera "gran prueba".
Aun así, quedaba lo más duro. "Las condiciones eran terroríficas", rememora. Mucho antes de que el Zyklon B se llevara miles de vidas, el hambre, el frío y a la humedad acabaron con miles de víctimas. El mero hecho de trabajar en esas condiciones era una sentencia de muerte. Sobre todo, en el exterior, haciendo zanjas o trabajos agrícolas. La esperanza de vida en Auschwitz, por lo general, no superaba los tres meses. Aunque si uno trabajaba bajo techo podía tener una esperanza mayor.
Él, Marian Turski, sobrevivió al máximo terror y ahora vive para contarlo: "Hay que saber lo que pasó para evitar en lo posible que suceda de nuevo. Tenemos la obligación", afirma. "Estamos desapareciendo los que lo vivimos. Es ley de vida". Tiene claro el mensaje: "Hay que recordar, pero no buscar venganza".