El origen y significado, entre pastos y murallas, de los verracos de piedra
Las esculturas de toros o suidos, propias de la cultura vettona, cumplieron una función protectora, sagrada y señalizadora del territorio. Aún hoy nos impresionan y forman parte del imaginario colectivo.
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A veces, mientras paseamos por Ávila, por el occidente de la Meseta, o cuando visitamos el Museo Arqueológico Nacional, nos encontramos con unas esculturas particulares, de toros o suidos, que nos miran desde los abismos del tiempo. Las hemos llamado verracos y se han documentado unos cuatrocientos, aunque quizá los más conocidos sean los llamados «Toros de Guisando», en el Tiemblo. Pero, ¿de cuándo datan? ¿Qué significaban? ¿cuándo empezamos a fijarnos en ellos? Los verracos son propios de la cultura vettona, que pobló esas regiones en la Segunda Edad del Hierro y que se enfrentó con los romanos, además de con los cartagineses, antes de ser asimilada y desaparecer tras la conquista y romanización. Su cronología abarca, aproximadamente, desde el siglo IV al II-I a.C., aunque muchos fueron reutilizados luego. Son, todos los identificables al menos, animales machos, de un tamaño variable, desde el metro hasta los casi tres de longitud. Y hasta aquí llegó lo sencillo, todo lo demás es un conjunto de dudas, contextos y posibilidades en los que tenemos más preguntas que respuestas.
El primer problema viene de que muchos se encuentran descontextualizados, ya que eran piezas jugosas para usar como decoración en plazas, elementos constructivos en las murallas o incluso adornos en casas y palacios. Incluso en la antigüedad se movieron algunos, por ejemplo, para utilizarlos en tumbas romanas. Sin embargo, durante siglos permanecieron entre los silencios de las fuentes; ni romanos, ni visigodos, ni árabes los consideraron dignos de mención, y ya bien avanzada la Edad Media apenas se mencionaban como hitos significativos en puentes o caminos (y así se cita uno, por ejemplo, en «El Lazarillo de Tormes»).
Esto contrasta con el aprecio que se ha producido en los pueblos respecto a sus verracos, integrados como parte del imaginario y por los que no han dudado en desarrollar pleitos y querellas. Aun así, algunos se destruyeron al asociarlos con símbolos de vasallaje feudal o con monumentos ignominiosos de Carlos V respecto a los comuneros, como pasó con la orden de destrucción de García Cambronero, gobernador de Salamanca, en 1834. Otros se destruyeron porque las leyendas contaban que estaban rellenos de oro. A veces, la Historia «desde arriba» no coincide con lo que viven los pueblos y la memoria tiene recorridos extraños. Desde el siglo XX la arqueología se interesó por su significado, mientras también se redescubría e investigaba la cultura vettona y hoy son un elemento patrimonial importante y valorado, aunque aún muchos corren riesgos por el deterioro natural o intencionado.
Protección del ganado
Normalmente se han interpretado como elementos de protección al ganado, por las especies representadas o como marcadores territoriales, asociados a los pastos, tan importantes en una sociedad ganadera y guerrera como la vettona. De hecho, muchos de los que se han encontrado in situ tienen relación con las puertas y caminos de acceso a los castros. A esto habría que añadirles el funcionar como un símbolo de identidad étnica, común a un grupo que no tenía por qué tener una unidad política como tal, pero que se reconocía como un conjunto. Otras interpretaciones, no necesariamente excluyentes, las han considerado elementos votivos, ya que muchas se encontraron en o cerca de santuarios, y las han visto, también, como monumentos funerarios, ya que algunos tienen inscripciones en ese sentido y otros, como los de Martiherrero (Ávila), fueron encontrados cerca de necrópolis. En general, en cuanto a la especie, predominan los toros, y no podemos descartar que los suidos sean jabalíes en vez de cerdos. El jabalí, en muchas culturas célticas, se asocia al más allá y la fertilidad, y aparece asociado a las figuras de poder, aunque a veces era un animal maligno, contra el que tenía que combatir el héroe, algo que podría verse en la actitud de ataque que adoptan algunos de ellos. Estos se representan, en algunos casos, echándose hacia atrás, como si fueran a embestir. En Hispania también encontramos esta iconografía en fíbulas, estandartes, como los de tipo Miraveche o en téseras de hospitalidad.
En cualquier caso, ya se asocien a los mejores pastos, a santuarios o a puertas, parece clara su función protectora, sagrada y señalizadora. En un mundo en que la vida giraba en torno al ganado, la riqueza que conllevaba y su simbolismo, era normal que las figuras de estos animales se cargaran de sacralidad.
Aún hoy nos impresionan y forman parte de un imaginario colectivo diverso que les ha hecho perdurar mucho después de que sus creadores desaparecieran de la meseta y del recuerdo de sus habitantes.
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