Joaquín Pérez Azaústre: «El dolor extremo siempre nos seguirá uniendo»
En el 45 aniversario de la matanza de Atocha, publica «Atocha 55», un «true crime» narrado con absoluto rigor tanto histórico como ético y político
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Cuarenta y cinco años después, Joaquín Pérez Azaústre propone una recuperación histórica y emocional de los abogados laboralistas que sufrieron un atentado terrorista perpetrado por la ultra derecha, en su novela “Atocha 55″ (Almuzara, Premio Albert Jovell). Un “true crime” narrado con exquisitez hacia el detalle y absoluto rigor tanto hacia el contexto histórico así como a las motivaciones éticas y políticas de aquellos abogados. La revisitación sanadora de un suceso que hizo tambalear los cimientos de la joven democracia.
45 años... ¿en qué forma, el trágico suceso, hizo tambalear los cimientos que sustentaban a aquella joven democracia?
El impacto se debió a la brutalidad del atentado y a la juventud de sus víctimas. También a su condición de abogados y a lo que representaban, por el tipo de casos que llevaban. Quienes lo planearon buscaban provocar una reacción violenta desde la izquierda que justificara una intervención militar para detener la Transición. Pero lo que encontraron fue una respuesta pacífica y comprometida con la nueva democracia, que la fortaleció.
Un “true crime”, lleno de testimonios, datos y vigencia política, con ribetes de relato psicológico, ¿cómo fue el trabajo de documentación?
Exhaustivo. Si citara las fuentes agotaría la entrevista. De hecho, una de las dificultades fue sacar adelante una novela que no fuera engullida por la documentación. Hablamos de víctimas con nombres y apellidos, pero también de un mundo muy concreto. Había que conocer primero a los personajes, en todos los contextos de la época, para entrar al espacio íntimo de las personas, a través de la evocación, y poder levantar el retablo de sus vidas.
¿Cómo ha sido su relación con los familiares y sobrevivientes?
Ellos me dieron el rostro íntimo de los personajes. Siempre agradeceré el compromiso con el recuerdo de Alejandro Ruiz-Huerta, el último de Atocha, la humanidad de su hermano Jesús, el duelo de Juanjo del Águila, la lucidez de Jaime Sartorius, el testimonio vivísimo de Cristina Almeida, la evocación personal, en el retrato de sus amigos Enrique Ruano y Francisco Javier Sauquillo, de José María Mohedano, la disposición y la transparencia de Manuela Carmena, siendo todavía alcaldesa de Madrid, o la emocionante sobriedad de Paca Sauquillo en el recuerdo de Enrique Ruano y de su hermano Javier.
¿Cuál ha sido su reacción tras leer la novela?
Precisamente Paca Sauquillo, tras leerla, dijo: “Es que nosotros vivíamos así”. Esto para mí fue el mayor elogio. Porque en cada crónica de la Transición siempre se cita el atentado de Atocha y se habla de sus muertes. Pero me interesaba más la evocación de sus vidas.
Reivindicación, memoria, reparación, ¿eran sus principales intenciones?
Desde luego. Y contar, desde ahí, en qué causas se implicaban y su manera comprometida de entender el derecho, pero también cómo se divertían o qué sueños tenían. El reto era que mi respeto por los abogados de Atocha no me impidiera escribir con libertad creativa. Pero, eso sí: con una verosimilitud en la que también se reconocieran quienes lo vivieron.
Una historia de sufrimiento y dolor, pero ¿también de entendimiento entre contrarios, de idealismo, de civismo, de convicciones?
Cuando uno de los ministros del Gobierno actual se refirió a “la izquierda domesticada de la Transición” me pareció indignante. Yo lo llamo la “valentía retrospectiva” de cierta izquierda actual. Teniendo en cuenta la relación entre las legítimas aspiraciones de cada uno, las circunstancias reales y aquel clima de violencia y terror, desde la extrema derecha hasta el terrorismo etarra, como me dijo Jaime Sartorius, la Transición fue impecable.
¿Hemos olvidado, en estos 45 años, el verdadero significado de las palabras: ciudadanía, democracia, utopía...?
Yo creo que la utopía ha sido sustituida por el populismo. Quizá a esa utopía también le faltaba, entonces, darse de frente con la realidad. Es como el amor: no se ve igual antes que después del divorcio. Pero puede llegarse, como en el amor, a lugares más hondos y verdaderos tras vivir el desastre. Ahora, cuando se nos quiere adocenar desde todos los extremos, el reto es alcanzar y proteger la individualidad real de la tiranía de las etiquetas.
Su novela reivindica la memoria de la Transición como esencia de nuestra democracia... ¿Qué les diría a los “negacionistas” de aquella etapa?
Pues que evidentemente hay cosas que se pudieron hacer mejor, pero el fin fue admirable. Hay que bajarse del tuit para estudiar un poco antes de despreciar lo que se desconoce.
En las páginas de episodio nacional contemporáneo, pone a no poca gente en su sitio... ¿Lo pedía el texto o se lo pidió usted a su “yo” narrador?
Me ha preocupado más poner en valor a nombres poco recordados que hicieron un gran servicio a la democracia, como el decano del Colegio de Abogados de Madrid, Antonio Pedrol Rius, o el abogado Jaime Miralles. Lo interesante, y la lección para hoy, es que desde perfiles conservadores se implicaron con aquellos jóvenes abogados de izquierdas.
El relato es también una máquina del tiempo por la que podemos asomarnos a aquel despacho de abogados laboralistas. Si cierra los ojos, ¿cómo lo recrea?
Como un espacio lleno de vida, de juventud, de ilusión, en el que el uso alternativo del derecho comenzó a ensañar a la gente más desvalida, que era sobre todo obreros de la construcción, que con audacia y brillantez la ley también podía estar de su parte. Como un lugar en el que un mundo nuevo se abría paso tras la dictadura, hasta que lo truncaron.
Retrata el trágico suceso pero deja a los terroristas en un segundo plano
No me interesan. Me sirvió de modelo el cuadro de los fusilamientos de Goya, con los ejecutores franceses de espaldas, anónimos, sin rostro, frente a las caras expresivas de los fusilados. Yo quería centrarme en las víctimas y reivindicar cómo fueron sus vidas.
Habla de sus motivaciones vitales y cívicas y se centra en especial en uno de los sobrevivientes, Alejandro Ruíz-Huerta... ¿qué ha supuesto que le prestara su memoria?
Para empezar, el tesoro de su amistad, aunque ahora con estas cosas del Covid llevamos tiempo sin vernos. Es un hombre admirable: lleva toda la vida convertido en testimonio vivo y máximo divulgador del legado de Atocha. Precisamente por el respeto que sentía por ellos, hubo un momento en que yo no sabía cómo enfocar la novela. Él me dijo: “Úsame a mí”. Me ayudó mucho: me ofreció su memoria, pero también un punto de vista.
Le he leído que “la bondad acaba siendo más fuerte que el odio”... ¿Lo cree realmente?
Por supuesto. En mi caso, al menos, el amor se ha impuesto siempre a todo lo demás.
Aquel suceso llenó las calles de Madrid con una manifestación masiva envuelta en un ensordecedor silencio... ¿Seríamos capaces de unirnos de esa forma, hoy, tan irremediablemente polarizados?
Es verdad que parece que hemos perdido parte de esa inocencia y todo está contaminado. Pero también recuerdo el asesinato de Miguel Ángel Blanco por ETA y cómo se llenaron las calles de manos blancas. El extremo dolor y la injusticia siempre nos seguirá uniendo.