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Radiografía moral de José Bretón: «Antes de poner los cuerpos al fuego comprobé que no respiraban»

En «El odio» Luisgé Martín da a conocer su espeluznante correspondencia con el asesino de los pequeños Ruth y José

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Tras más de 60 cartas intercambiadas desde 2021, llamadas telefónicas en 2022 y una visita cara a cara en la cárcel de Herrera de la Mancha en diciembre de 2023,Luisgé Martín se ha sumergido en uno de los abismos más oscuros del alma humana: la mente de José Bretón. De este encuentro nace «El odio» (Anagrama), un libro que trasciende la crónica criminal para convertirse en una exploración filosófica sobre la violencia, el rencor y la capacidad de matar. Sus páginas son el reflejo de una psicología torturada y torturante, una inmersión en el pensamiento de un hombre que planeó hasta el último detalle la muerte de sus hijos.

Su interés literario lo lleva a cruzar la línea de la simple narración de un caso y lo impulsa a intentar comprender lo incomprensible: el asesinato de los propios hijos. «Soy capaz de comprender a los asesinos», confiesa el narrador en las primeras páginas, y de ahí en adelante el lector queda atrapado en una espiral de preguntas incómodas.

La obra reconstruye el caso de José Bretón, condenado por la muerte de sus dos hijos en 2011, pero lo hace desde una perspectiva profundamente introspectiva. Martín no solo cuenta la historia, sino que la atraviesa con su propio pensamiento. Como si de una disección moral se tratara, el autor trata de entender el mecanismo del crimen, no desde una frialdad forense, sino desde la reflexión más personal: «Conozco, por tanto, los mecanismos de la violencia, y me habría gustado poder ser un asesino».

El libro plantea una idea provocadora desde sus primeras páginas: todos hemos sentido alguna vez el deseo de matar. «He hecho un ejercicio delictivo: he listado a las personas más importantes de mi vida (…) y he valorado luego cuáles de ellas habrían merecido morir». Pero a diferencia de los criminales, los demás nos contenemos. Bretón, en cambio, cruzó el umbral. Su crimen no solo es un acto atroz en términos legales, sino una transgresión absoluta en el plano ético y biológico: el exterminio de su propia descendencia.

Uno de los aciertos del libro es que evita la explotación sensacionalista de los hechos y se centra en la psique del asesino. A lo largo de la narración, el autor intenta dilucidar qué pudo llevar a Bretón a su brutalidad. Y en esa búsqueda, el lector se enfrenta a una idea tan incómoda como innegable: el odio no es una emoción ajena. Se nutre del amor, de la frustración, de la humillación. «José Bretón decidió matar a sus hijos para que el daño que le hacía a Ruth Ortiz fuera duradero y la acompañara siempre», escribe Martín, encapsulando la lógica perversa de un crimen que solo se explica desde la venganza extrema.

En su correspondencia con Bretón, el autor intenta descubrir si en el fondo de ese hombre frío hay alguna grieta, alguna sombra de remordimiento. Pero lo que encuentra es un muro de racionalización y autojustificación. «Yo hice lo que hice –por lo que pido perdón y de lo que estoy arrepentido desde el primer momento–, pero todo lo demás que me atribuyen es falso», insiste Bretón. En su mente, el crimen se convirtió en un acto aislado, desgajado de su identidad, una anomalía que no define su verdadera naturaleza.

Martín también explora la relación del asesino con el amor y el rechazo. Su juventud estuvo marcada por el deseo insatisfecho y una constante inseguridad en su trato con las mujeres. «José Bretón creció creyendo que conquistar a una mujer era una tarea imposible para él», señala el autor. En su noviazgo con Ruth Ortiz, encontró una estabilidad aparente, pero cuando esta lo abandonó, sintió que su mundo se desmoronaba. Lo que siguió no fue un crimen pasional en el sentido tradicional, sino algo más calculado: una forma de convertir su propio dolor en un castigo eterno para su exesposa.

El libro también reflexiona sobre el contexto social y psicológico de estos crímenes. La llamada «violencia vicaria», en la que los hijos son utilizados como instrumentos para herir a la madre, es un fenómeno recurrente en la criminología. Sin embargo, Martín se resiste a reducir la historia de Bretón a un caso más dentro de una tipología criminal. Le interesa lo que hace de este crimen algo único y, al mismo tiempo, profundamente humano. «No hay monstruos en la realidad, solo hombres que un día cruzan el límite», advierte el narrador.

Los detalles inéditos y lo que aún no se ha contado

A pesar de las múltiples publicaciones sobre el caso, «El odio» revela información inédita que añade nuevas capas a la historia. Uno de los aspectos menos explorados es la correspondencia más íntima entre Bretón y Martín. ¿Qué demonios de cartas escribió el asesino que no se han hecho públicas? ¿Mostró una evolución en su discurso con el tiempo?

El libro profundiza en los detalles más cruentos del crimen. Bretón describe con escalofriante precisión cómo acabó con la vida de sus hijos: «Disolví las pastillas machacadas en agua con azúcar y se las di para que bebieran. Antes de poner los cuerpos en el fuego comprobé que no respiraban, estaban ya muertos. No se enteraron de lo que iba a pasar. Confiaron en mí. No hubo miedo ni dolor».

El testimonio del asesino también refleja la meticulosidad de su planificación: «Había dos condiciones que tenían que cumplirse: que murieran sin sufrimiento y que los cuerpos desaparecieran luego para que no los encontraran. Sin cadáveres no hay crimen, eso está en toda novela policiaca».

El momento exacto del crimen es descrito sin atisbo de emoción: «La mañana del día ocho fui a despertarlos, pero cuando llegué a la cama mi hijo José ya estaba despierto y me echó los brazos para que lo cogiera. Al hacerlo pensé: ‘Vaya tela que sea hoy el último día que te vea, pero no puedo soportar la idea de que pases momentos allí’. No recuerdo nada más. No sé si hablé con ellos, pero no hubo palabras especiales. No hubo despedidas ni sentimentalismo. Yo estaba ido. Solo pensaba en que todo acabara».

El testimonio de Bretón sobre su exmujer sigue siendo un punto clave. Aunque ha expresado su aparente arrepentimiento, nunca ha intentado contactar con Ruth Ortiz. ¿Es esto una estrategia para limpiar su imagen o una forma de evitar afrontar las consecuencias emocionales de su crimen? En una de sus cartas, le confesó a Martín: «No sabría qué decirle. Ni siquiera sé qué decirme a mí mismo. Yo he tenido que perdonarme, porque si no, no podría seguir viviendo, pero nadie más puede hacerlo».

Quizá lo más inquietante de «El odio» no sea la confesión del crimen, sino la banalidad con la que Bretón lo narra. Como escribió Hannah Arendt en «Eichmann en Jerusalén»: «El mal radical no es demoníaco, sino ordinario, se disfraza de normalidad y reside en los actos de hombres mediocres que simplemente ‘siguen órdenes’ o justifican sus acciones con una lógica implacable». Bretón no es un monstruo mítico, sino la prueba de hasta dónde puede llevar el odio a un hombre común.

Martín no escribe para tranquilizar al lector. Adopta una mirada analítica y distante, pero no desde el desdén o la frialdad, sino desde una perspectiva que busca comprender sin justificar. No se acerca a Bretón con compasión, pero tampoco lo mira como a un monstruo. Su enfoque es racional, filosófico y casi clínico, tratando de desentrañar los mecanismos psicológicos que llevaron al crimen. Por momentos parece empatizar con el impulso homicida en abstracto, pero al mismo tiempo logra una distancia que evita la indulgencia o la absolución moral. Se podría decir que lo observa como un espécimen de laboratorio, tratando de diseccionar la naturaleza del odio sin que la repulsión o la conmiseración contaminen el análisis. Una lectura que incomoda, zarandea y obliga a mirar de frente el lado más lóbrego de la condición humana.