Y, un siglo después, “La Celestina” vio la luz
El Teatro de la Zarzuela estrena una obra terminada en 1902 pero nunca estrenada y basada en el libro de Fernando de Rojas
Creada:
Última actualización:
Felipe Pedrell: “La Celestina”. Maite Beaumont, Miren Urbieta-Vega, Andeka Gorrotxategi, Juan Jesús Rodríguez, Simón Orfila, Sofía Esàrza. Lucía Tavira, Gemma Coma-Alabert, Javier Castañeda, Mar Esteve, Isaac Galán. Orquesta de la Comunidad de Madrid, Coro del Teatro de la Zarzuela. Madrid, Teatro de la Zarzuela, 9 de septiembre de 2022.
Por unas causas o por otras esta obra, terminada en 1902, no llegó a estrenarse nunca. Honor que le cabe al coliseo de la calle de Jovellanos de Madrid, bien que considerando las características de la composición, su extensión, sus exigencias y sus necesidades escénicas, se haya hecho en versión concertante. El texto original de Fernando de Rojas, extraído de su Tragicomedia de Calisto y Melibea, escrito en castellano antiguo, estimuló al ilustre musicólogo, pedagogo y compositor catalán. Pedrell quedó prendido de la tensión entre los extremos, el placer mudado en dolor y el amor que acaba en la muerte. Un interés que mostraron también otro compositores como Vives, sin que de él llegara a salir un producto definido, y Joaquín Nin Culmell, que estrenó en el mismo Teatro, en 2008, una inteligente adaptación de muy espirituosa configuración.
“La Celestina” muestra, como otras obras líricas salidas de la misma mano, raramente perfectas y a veces desiguales, el curioso germanismo que el autor supo combinar con la tradición de su Cataluña natal y que en este caso aparece bañada y envuelta en rasgos multicolores, que aúnan poderosamente un lenguaje que sintetiza de manera muy sabia estilemas de rango wagneriano (ecos parsifalianos) y tocados eventualmente de rasgos emanados de un compositor coetáneo como Richard Strauss. A lo que hay que añadir el manejo de situaciones y ecos emparentados con lo más granado de la tradición verista. E incluso, en el manejo del tempo, con los modos propios de un Debussy. No menos sorprendente, como destaca Casares, es el empleo de músicas históricas, algo quizá inevitable en un gran musicólogo, que no podía resistir la tentación de buscar recursos en ese manantial.
Y son numerosos los ejemplos detectados en esta obra, así al comienzo del primero de los cuatro actos; o al inicio del tercero, en las intervenciones de Sempronio y Parmeno, en donde abunda el compás ternario. Hay números corales de gran potencia y también de gran delicadeza poética, como los que acompañan a Melibea en sus últimas frases, que encierran un lirismo melódico de la mejor ley, y que, curiosamente, fue lo primero que escribió Pedrell. Aquí la obra levanta felizmente vuelo, tras dos primeros actos discursivos, bañados en una suerte de recitativo, pasajeramente arioso, enlazado y suturado con habilidad, pero con escasa inspiración. Dramáticamente, resulta no poco tedioso y repetitivo.
Pero llega el tercer acto en el que, animada por el empleo de rasgos populares, de un colorismo bien manejado y usualmente de signo tonal, la composición levanta felizmente el vuelo y nos obliga a fijarnos en el desenvolvimiento de la trama, que poco a poco viene servida por una música más ceñida y directa, con efectos instrumentales de primer orden y un tratamiento muy conspicuo de las voces, que han de afrontar unas exigencias de tomo y lomo. Ante ellas las que se le piden, de manera muy discutible, al tenor, que mantiene todo el tiempo una tesitura verdaderamente endiablada, con escaladas al Si natural y al Do sobreagudo y con las que hubo de apechugar y sufrir con frecuencia, falto ya de resuello, Andeka Gorrotxategi, un tenor de voz lírico-spinto, bien dotado, de tinte oscuro, pero que suele apretar, estrechar el sonido, de cierta consistencia nasal. Va muy apurado y canta siempre con los brazos cruzados, en actitud que no mueve precisamente a la confianza.
Miren Urbieta confirmó de nuevo que es una soprano lírica de amplio espectro, emisión canónica y lustrosa, de fraseo claro y firme y habilidad para los reguladores. Magnífica interpretación la suya, con el maravilloso ápice del cierre de la ópera. El papel de Celestina fue cubierto por la mezzo lírica Maite Beaumont, que sustituyó valientemente con escaso tiempo a la cantante en principio prevista, Ketevan Klemoklidze. Expresó, dijo, expuso, acentuó y matizó como una maestra, aunque a su voz, de limitado caudal, le falte la potencia, el volumen y la iridiscencia deseados. Seguro, contundente, sin problemas arriba, fácil, el barítono Juan Jesús Rodríguez como Sempronio. Sonoro, de generoso vibrato, buen caricato, Simón Orfila como Parmeno.
Buen nivel el del resto, con una cristalina soprano Sofía Esparza en la parte de Lucrecia, una bien dotada en lo timbrico y en lo fraseológico Lucía Tavira, con difíciles juegos silábicos, en los que la acompañó la siempre eficaz Gemma Coma-Alabert. Cumplieron con gran dignidad los demás: Javier Castañeda, bajo bien provisto, de notable vibrato, Mar Esteve, mezzo muy liviana, con ciertos problemas en los graves, pero de acusada musicalidad, e Isaac Galán, barítono de siempre regulares y sonoras prestaciones.