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Taylor Swift, la reina de corazones golea en Madrid

La estadounidense cautiva a 65.000 personas en el Estadio Santiago Bernabéu con su Era’s Tour, una mezcla imposible entre lo fastuoso y lo íntimo, el melodrama y el empoderamiento

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Llegó el momento de comprobar si la histeria, las lágrimas, los epítetos desmedidos y las opiniones de expertos, políticos y cuñados del mundo al respecto estaban, o no, justificadas. Para cualquier observador ajeno al universo Taylor Swift, muy bueno tenía que ser lo que sucediese dentro del Santiago Bernabéu para justificar el empacho informativo con el que les hemos castigado durante estas semanas a cuenta del que ha sido el acontecimiento pop más arrollador en el mundo en los últimos años. Tan incomprensible podían resultar la fiebre y los gritos de desesperación de los instantes previos al concierto de la gran estrella estadounidense como los centenares de artículos glosando hasta el aspecto más ridículo de su personalidad o su trabajo. Pero todo ese ruido de fondo se iba desvaneciendo, bajando en segundo plano, cuando “Miss Americana (And the Heartbreak Prince)” emergía de una crisálida y abría la puerta de su vida. Y la reina de corazones llevaba todas las cartas en la mano.
“¡Hola, Madrid!”, acertó a decir mientras miles de pulseras brillaban en las muñecas de las “swifters”. Toneladas de lentejuelas y brillantes, tacones de cowgirl y hasta camisetas de Travis Kelce fijaban las latitudes de una noche teñida de sueños y fantasía. ¿Qué es, si no, el pop? Varios terabytes de datos subían a la nube destellos de la artista cuando “Cruel Summer” descerrajaba las ocho de la tarde. Iban dos minutos de partido y Taylor Swift ganaba cinco a cero. No le hacia falta decir una palabra para desatar un griterío vikingo, pero dijo: “encantada de conoceros” y 65.000 personas (según ella misma reveló, porque no se facilitaron datos oficiales) estaban preparadas para invadir Polonia. “A veces pienso: ¿cómo puede pasarme esto a mí?”.
Espectáculos de una repercusión tan desmedida como este suelen generar rechazo automático. Aparecen doctores de Harvard elogiando su verso, parentescos con Emily Dickinson para probar el pedigrí, expertos de todo pelaje y condición analizando el fenómeno. Sin embargo, la única manera de explicar a Taylor Swift es hacerlo desde una perspectiva emocional, desde los resortes misteriosos que se activan con las canciones, que caen como granadas en blancos desconocidos y explotan dentro de ellos, muy adentro. No hay cien psicólogos clínicos capaces de explicar por qué unas palabras encima de un sonido se graban tan fuerte ni por qué nos convertimos al escucharlas en máquinas del tiempo que respiran. Quedaba también la incógnita de cómo iba a funcionar en directo la ya archiconocida (en un filme y millones de vídeos online) y superpublicitada gira, pero vaya pregunta más tonta. El espectáculo, una superproducción nunca vista, hizo temblar los cimientos del recién reformado coliseo blanco. Estábamos ante la gira más exitosa de todos los tiempos. De-todos-los-tiempos.
La historia de Taylor Swift merece toda la credibilidad. Es una compositora real que se ha pasado la vida defendiendo sus canciones, sacando los codos y la guitarra en un empeño que va para 18 años y 11 discos. Es una mujer fuerte que controla su carrera y que ha compuesto excelentes canciones (y muchas otras prescindibles) gracias a su inmenso talento. Cada uno de sus discos cuenta una fase vital, con las limitaciones de su autora a lo largo de los tiempos. Vivencias de una mujer con atributos: el enamoramiento, la ruptura, la fase “voy a ser mala”, la de “me da igual lo que piensen de mi", la de la venganza, el empoderamiento, “la culpa es mía por ser tan tonta” y, por supuesto, el renacimiento y el amor de nuevo que erige catedrales. Hasta que se vuelve a romper. Cada una de sus canciones funciona como un naipe, un envite, una postal remitida a una emoción o un recuerdo de sus oyentes. Una vivencia compartida cantada en un tono conversacional o confesional que nos hace sentir comprendidos. El espectáculo es tremendo, fastuoso, aparatoso y, al mismo tiempo, fantasea con lo íntimo. De otro modo, hacer una gira para repasar tu vida a través de tus canciones, podría ser un delirio egomaníaco insoportable, pero en el caso de Taylor (ya podemos llamarla así, pues casi nos conocemos) resulta una forma de diario personal, con sus miserias y glorias, las menos, a modo de “bildungsroman”. Las fans que veían sus vídeos antes de los capítulos de “Hanna Montana” ahora tienen 30. Ahí está "Champagne problems”, con su poderosa y dramática narración, con detalles de escritura de oro como: “Ella habría estado preciosa vestida de novia, qué pena que tenga jodida la cabeza”. Y fue precisamente después de este tema cuando se produjo una impresionante muestra de adoración: dos minutos, quizá tres, de grito primario, de alarido de devoción con apenas una vocal surgida de las profundidades del fervor humano. Interminables segundos de griterío que se extendieron como un eco eterno, que dejaron desconcertada a la propia artista estadounidense, que miraba perpleja al graderío. Una interminable "aaaaa" que ascendía cada pocos segundos una cota más de decibelios y de arrebato. Impresionante es decir poco.
Hay una carga de melodrama, de realidad palpitante, de desgarro emocional, as de corazones. En el fondo, las canciones de Swift buscan la épica de lo cotidiano, lo heroico de las cosas inevitables de la vida y de la inevitable confusión de vivir sin saber cómo. ¿Hombres tóxicos? Ella se besa en el bíceps, envida más. Entre los momentos estelares, aunque ya coreografiados, están los diez minutos de “All Too Well” y su consigna “fuck el patriarcado”.
¿Puede poner Taylor Swift de acuerdo a todo el mundo? Qué risa. Ni siquiera la idea de que la Tierra sea redonda puede conseguir semejante cosa. Pero después de lo vivido anoche en el Bernabéu no se puede discutir que este es su momento, o quizás sea su era.