«Tubular Bells», la anticanción del verano
Mike Oldfield arrasó con la apertura de su disco de debut, que fue además la banda sonora de «El exorcista» y que era bastante poco playera
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Ya lo avisaban los formalistas rusos al principio del siglo veinte: cuando una forma o una temática en arte se convierten en el centro de todo durante muchos años, llega un momento en que, por aburrimiento, la forma o temática contraria –que había sido desplazada por ella a la periferia del gusto– la sustituye y envía a su predecesora al lugar marginal donde estaba ella. Si algo divertido tiene la modernidad occidental desde mediados del siglo pasado es que sus tics y costumbres provocan innumerables paradojas como esa. Por ejemplo, puede perfectamente ponerse de moda no seguir las modas. Ha pasado tantas veces que, en cierto modo, es ya una de las mayores convenciones de la modernidad el hecho de obligarse a ser anticonvencional.
Algo así le sucedió en el año 1974 a un chaval británico llamado Mike Oldfield, que andaba algo delicado de los nervios debido a una infancia repleta de conflictos maternales. La introversión y abstracción de su complicada infancia la proyectó hacia una incansable tarea en el universo de la música y se convirtió ya muy joven en un multinstrumentista solvente y un músico de estudio eficiente que era solicitado para muchas de las grabaciones británicas de la época.
Si, desde finales de los años 60, las listas de éxito se habían llenado de «pop chicle» y melodías pegajosas, producidas muchas veces por equipos industriales de compositores, productores y músicos de estudio, en 1973, Oldfield (uno de esos profesionales) se rebeló contra el adocenado trabajo en el que siempre se veía obligado a participar. Quiso pergeñar una obra musical a la altura de la libertad creativa de los grandes de la música clásica. Se negó a estar constreñido por los parámetros habituales que se exigían entonces para las canciones del verano.
Ese tipo de golpes de péndulo del gusto no eran nada nuevo. Ya Jimmy Hendrix había anunciado en 1969 que él venía a acabar con la música surf. Oldfield fue más comedido y no se lo ocurrió afirmar que él hubiera venido a derrotar a nada. Tan solo deseaba explorar, probar, hacer lo que quería sin ideas preconcebidas. Eso supuso una canción de 49 minutos sin batería, letra, ni voz. Es decir, todo lo contrario a lo que se suponía debía ser una canción de verano. Curiosamente, aunque su despegue fue lento, la obra titulada «Tubular Bells», fue enormemente popular en el verano de 1974. Había sido grabada un año antes y su camino hasta la comercialización fue tortuoso. Solo Virgin, una compañía que entonces empezaba –y que estaba interesada en sacar productos fuera de la norma para distinguirse en el mercado– se atrevió al final a distribuirlo. Pero ni siquiera ellos confiaban demasiado en el producto. Al ser una música ambiental obsesiva, la composición tuvo la suerte de ser escogida para ilustrar una película de terror de aquel año que estaba destinada a convertirse en el entretenimiento boquiabierto de la temporada.
La película («El exorcista») iba de posesiones infernales. El éxito de la película arrastró al de su sugerente banda sonora y el verano del 74 fue el de la anticanción del verano y todo el mundo gustaba de ponerse pomposo escuchando fragmentos de una larga suite contemporánea de 49 minutos como si con ello hubiera accedido a la cultura y al arte superior instantáneamente.
Finalmente, Oldfield no resultó ser un Beethoveen o un Mozart, ni levantar una obra singular ni imprescindible. Podríamos decir que había oído campanas, pero no sabía dónde. Su carácter cándido, reservado y caprichoso le llevó por derroteros personales que casaban muy mal con el cinismo de la industria. Ver ahora las interpretaciones en directo que se conservan grabadas en un estudio televisivo de la BBC de «Tubular Bells» resulta un ejercicio añejo. Técnicamente, hay tantos momentos brillantes de ejecución musical como cosas risibles y sonrojantes en lo que a ingeniería de sonido se refiere. Aquellos rudimentarios efectos de tratamiento de sonido han sido actualmente ampliamente superados. Es una transposición muy exacta de lo que era el universo de talento de Oldfield: aciertos en el ático creativo y resbalones en el sótano por la ignorancia ampulosa de la bisoñez. Lo cierto es que, con sus inquietudes y un poco de suerte, Oldfield provocó entre el año 73 y el 74 un fenómeno muy curioso: el de que algo concebido como todo lo contrario de una canción del verano terminara siendo precisamente –una vez más– el acontecimiento musical de un estío.