¿Por qué nos gusta Ignatieff?
No es un Princesa de Asturias más. Es uno de los grandes intelectuales que tiene claro cuándo está delante de un gobierno autorirario
Madrid Creada:
Última actualización:
Otro premio Princesa de Asturias, podrá decir cualquiera. Esta vez de ciencias sociales, se puede apuntar con cansancio. De nuevo la corrección política, apuntaría uno acostumbrado al ruido monocorde. Pues no. Nos encontramos ante un intelectual que no puede resultar cómodo a este Gobierno, a sus prácticas y discurso, ni a su universo mediático y cultural, y eso es decir mucho.
Michael Ignatieff (Toronto, 1947), el premiado, fue conocido por algo que chirría entre nuestros gobernantes: reconoció que se había equivocado en sus decisiones como parlamentario y jefe del Partido Liberal de Canadá y -agárrense- dimitió. Lo contó en "Fuego y cenizas. Éxito y fracaso en política" (2014). Atención porque oirán elogios a Ignatieff por parte de esos dirigentes que, con narcisismo, entienden que jamás yerran y no piensan en dimitir. Ignatieff carga contra los políticos oportunistas, los que “cambian de opinión” por interés personal y polarizan en lugar de gestionar.
Luego, Ignatieff, biógrafo de Isaiah Berlin, es uno de esos pensadores que tiene claro cuándo tiene delante a un gobierno autoritario. Por ejemplo, denunció que Viktor Orban quisiera callar a la oposición y a la prensa libre, eliminar la separación de poderes y refundar el Estado de Derecho según su interés personal. ¿Nos suena? “Los que no estén de acuerdo que levanten el dedo para tomarles las huellas dactilares”, que escribió Chumi Chumez en 1975 como si fuera hoy mismo. De hecho, Ignatieff publicó un artículo en 2014 en “Cuadernos de Pensamiento Político” (¡La revista de FAES! ¡Ignatieff en la fachosfera!) vinculando la defensa de Ucrania con el sostenimiento de la libertad que distingue a la Unión Europea frente a tiranías como Rusia, China o Irán. No creo que esto guste a Podemos ni a Yolanda Díaz, y menos que Ignatieff defienda la existencia del Estado de Israel, que “debe aplastar a Hamás sin caer en la trampa de volver a ocupar Gaza” (“La democracia en la cuerda floja”, 11/12/2023), y que condene a la izquierda antisemita en las Universidades occidentales (“El campus asediado”, ABC, 16/12/2023), no sin dejar de criticar la vulneración de los derechos humanos cuando la respuesta israelí al terrorismo subvencionado es desproporcionada.
Además, Ignatieff es muy crítico con el nacionalismo. Dejó escrito que existen un nacionalismo cívico, que defiende una comunidad de personas libres e iguales, y el étnico, que aquí podría ser el catalán, el gallego o el vasco, que se basa en la desigualdad, la herencia de los derechos, el racismo más o menos velado y la lengua, y no en pilares modernos como la libre elección individual. Lo contó en "Sangre y pertenencia. Viajes al nuevo nacionalismo" (2012 en español). Entre esos dos tipos hay uno que mira hacia fuera, y otro que solo observa su ombligo para preservarlo del mundo exterior. Es la distancia entre la nación fundada en la exaltación de la diferencia lingüística, de nacimiento o biológica, y la que acoge sin preguntar. Más claro: en el nacionalismo étnico -no pierdan de vista a nuestros independentistas- la legitimidad para gobernar y tener derechos se hereda, escribió Ignatieff, por lo que surge una tiranía de la mayoría étnica sobre el resto.
El ahora premiado apunta que el nacionalista -piensen por un momento en Puigdemont o Rufián- necesita exagerar y construir fantasías de épica y victimismo para convencerse a sí mismo de que existe esa diferencia “nacional” con otros seres humanos. Dice algo más que no gustará al sanchismo: los demócratas sinceros castigan a esos “fantasiosos”, si no, “sus mentiras les acaban atrapando”, porque la democracia por sí misma no es un “antídoto eficaz frente al nacionalismo”. Vamos, que Ignatieff no serviría de mediador en Bruselas entre Santos Cerdán y Puigdemont. Pero que nadie se desespere, porque para eso publicó "En busca de consuelo" (2023), casi secuela de "Las virtudes cotidianas" (2018), donde reivindica el encuentro con el que sufre como una forma de vida superior.