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¿Quién se atreve con «La strada» de Fellini?

Zampanò, en «La strada» de Fellini, era Anthony Quinn, el más rudo entre los rudos, y el más querido, ya fuese este desastrado fortachón incapaz de ternura

Giulietta Masina, en el papel de Gelsomina, y Anthony Quinn (Zampanò), en una imagen de «La strada» (1954) larazon

Zampanò, en «La strada» de Fellini, era Anthony Quinn, el más rudo entre los rudos, y el más querido, ya fuese este desastrado fortachón incapaz de ternura.

«¡Ha llegado Zampanò!». En la posguerra italiana, el circo, el cine, el teatro, aún se anunciaba a gritos, como todavía hoy lo hace el tapicero en las pequeñas localidades de provincias. Zampanò, en «La strada» de Fellini, era Anthony Quinn, el más rudo entre los rudos, y el más querido, ya fuese este desastrado fortachón incapaz de ternura («los perros, cuando quieren hablar, ladran», explica un personaje) o el buscavidas optimista de «Zorba, el griego», capaz de bailar mientras todo alrededor se derrumba: «¿Jefe, había visto usted antes un desastre tan esplendoroso?». Zampanò es la mitad de este circo itinerante y paupérrimo de «La strada», completado por Gelsomina, una joven vendida por su madre a Zampanò con la que Giulietta Masina (la eterna esposa de Fellini) logró componer un «pierrot» a la altura de Charlot.

Era, añadiendo miserias propias de la época, la misma vida de Masina y de Fellini, su atracción fatal por el teatro desde jóvenes, la necesidad de buscar en el arte un sentido a la caspa de la rutina y al polvo del camino. Precisamente, esa capacidad para la parábola poética, más atenta al ambiente, a tres o cuatro ideas nacidas de las vísceras (como la nieve cayendo sobre la playa) que al puro mensaje didáctico, hizo que los críticos marxistas del Festival de Venecia de 1954 (la nueva edición arranca la semana que viene) desmerecieran esta obra maestra del de Rímini. Incluso en la gala de entrega del León de Oro para «La strada», un joven Franco Zefirelli, asistente de Visconti en «Senso», también a competición, se atrevió a silbar ruidosamente desde la platea. Aún hay quien se empeña en ver a este Fellini de la primera época, antes del giro, digamos, onanístico de «8 1/2», como un alumno aventajado de los padres del neorrealismo: Roberto Rossellini, Vittorio de Sica... Pero ya desde «El jeque blanco», con la magia del cine confundiéndose con la vida y lo grotesco haciendo su aparición entre bastidores, está el Fellini solipsista, enroscadísimo como una columna salomónica, de «Casanova», un artista que no salió propiamente de la costilla de ningún otro y rompió luego el molde. Alguien al que, en sus comienzos, le cuadra más el realismo poético de «Les enfants du paradis» (Marcel Carné, 1945) que el descarnado neorrealismo de «Alemania, año cero» (Rossellini, 1948). Por eso resultará interesante ver en noviembre (el 10 en el Centro Niemeyer de Avilés y desde el 22 en el Teatro La Abadía de Madrid) cómo se las apaña el gran Mario Gas (quién mejor que él) para traer de vuelta a las tablas esta historia tan inmisericorde como tierna sobre el oficio del artista en tiempos poco propicios.

Gerard Vázquez es el responsable de la adaptación y el trío formado por Fernando Cayo, Verónica Echegui y Alberto Iglesias dará vida a los protagonistas de «La strada»: Zampanò, Gelsomina y El Loco. Por lo pronto, sabedores de que la osadía visual de Fellini no cabe en un teatro, anuncian un «montaje despojado» en el que lo más importante será «el aire neorrealista y el sentimiento a flor de piel» del original. Ya saben, «¡ha llegado Zampanò!».

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