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Historia
Las silenciadas doncellas de Kurokawa, violadas por los soviets
Un documental destapa el sacrificio sexual silenciado de las doncellas de Kurokawa y los fantasmas de la arrogancia imperial nipona

En agosto de 1945, mientras Manchukuo se deshacía bajo el embate soviético, los líderes de Kurokawa, un asentamiento japonés en las llanuras manchurianas, entregaron a quince mujeres a las tropas del Ejército Rojo, un trueque calculado para salvar al pueblo de una masacre comunitaria mayor. Este acto de transacción humana, desenterrado con precisión cortante en el documental de Fumie Matsubara, «En sus propias palabras: Las mujeres de Kurokawa», revive un episodio sepultado de la Segunda Guerra Mundial, y con crudeza expone las entrañas de un patriarcado que convirtió cuerpos femeninos en escudos desechables. En un Japón aún renuente a desmantelar los mitos de su pasado imperial, el filme es un misil dirigido al corazón de su amnesia histórica.
Esta directora con trayectoria en narrativas periféricas –como sus trabajos previos sobre marginados sociales–, estructura la película alrededor de las voces de tres sobrevivientes: Harue Sato (94 años), Kikuyo Okamura (93) y Kimiko Kaneda (94). Sus relatos, capturados en tomas estáticas y sin adornos, forman el eje narrativo, intercalados con metraje de archivo y recreaciones mínimas que evitan el sensacionalismo. La cámara se mantiene distante, casi clínica, permitiendo que las palabras –pronunciadas con una contención que roza lo estoico– llenen el vacío. Sato, por ejemplo, describe el «acuerdo» con una economía verbal que desarma: «Era la vida o la muerte para nosotras entonces. De hecho, morí allí una vez». Esta frase lapidaria, desprovista de énfasis dramático, destaca la aniquilación interna que la realizadora prioriza sobre las descripciones gráficas.
Históricamente, el contexto es indispensable para apreciar la agudeza de la cineasta. Manchukuo, establecido en 1932 tras la invasión japonesa del noreste chino, no era más que un estado títere disfrazado de utopía multiétnica. Bajo el emperador Puyi –una marioneta nominal–, Japón explotó la región con mano de hierro: minas de carbón trabajadas por mano de obra forzada, cultivos de opio para financiar la guerra y los infames experimentos de la Unidad 731, que infectaron a miles con plagas biológicas en nombre de la «ciencia» militar. Los colonos como los de Kurokawa –más de 600 enviados desde Gifu en 1942– eran peones en esta expansión, atraídos por propaganda que prometía tierras vírgenes. Para 1945, con el Ejército de Kwantung reducido a sombras tras años de combates en el Pacífico, la Operación Tormenta de Agosto soviética irrumpió con 1,5 millones de tropas, tanques T-34 y artillería pesada, capturando a 600.000 soldados japoneses y enviándolos a gulags siberianos, donde muchos perecieron en condiciones brutales.
Un horror multifacético
Para los 1,55 millones de civiles japoneses en Manchuria, el horror fue multifacético. Masacres como la de Gegenmiao, donde más de 1.000 murieron en represalias conjuntas soviéticas y chinas, ilustran la venganza contra un ocupante que había cometido atrocidades durante trece años. En Kurokawa, el «pacto» con los soviéticos –exigiendo «entretenimiento» a cambio de clemencia– reflejaba un patrón más amplio: comunidades que mercantilizaban a sus mujeres para ganar tiempo. Historiadores como Louise Young, en su análisis de la colonización japonesa, señalan cómo el bushido y las normas de género convirtieron a las jóvenes en activos desechables. Durante dos meses, estas quince victimas, de 18 a 25 años, soportaron violaciones sistemáticas en barracones, un eco de las «mujeres de consuelo» que Japón impuso a hasta 200.000 asiáticas, pero invertido ahora contra sus propias ciudadanas.
Matsubara integra estos hilos históricos con maestría, usando transiciones sutiles entre testimonios y documentos desclasificados. Archivos soviéticos, recientemente accesibles, confirman el patrón de violaciones –decenas de miles en Manchuria, parte de un fenómeno que afectó a hasta dos millones de mujeres en el avance rojo hacia Berlín–. Sin embargo, el filme critica no solo la barbarie soviética, sino el silencio posterior. Repatriadas en 1946 como parte de los 2,2 millones de civiles evacuados, las sobrevivientes enfrentaron estigma: «mercancía dañada», como las llamaban, lo que frustró matrimonios y carreras. Esto refleja el Japón posbélico, obsesionado con la reconstrucción bajo el Plan Dodge y la Constitución de 1947, que priorizó el milagro económico sobre terapias para traumas. El gobierno, temeroso de revivir culpas imperiales, ignoró estos casos, enfocándose en Hiroshima y Nagasaki como símbolos de victimismo nacional.
Desde una perspectiva cinematográfica, «En sus propias palabras» destaca por su rechazo al voyeurismo. A diferencia de documentales como «The Act of Killing» de Joshua Oppenheimer, que obliga a perpetradores a recrear sus crímenes, Matsubara empodera a las víctimas sin forzar catarsis. Las recreaciones son abstractas –sombras y sonidos en off–, evocando el enfoque de Claude Lanzmann en «Shoah», donde el testimonio oral basta para invocar el horror. Esta austeridad es su mayor virtud, aunque algunos críticos podrían argumentar que roza lo árido: en una era de documentales como «Navalny», con ritmos más dinámicos, el paso deliberado de Matsubara exige paciencia del espectador.
El estreno, anunciado en una conferencia en el Club de Corresponsales Extranjeros de Tokio el 2 de julio, ha generado controversia. En una nacion donde el revisionismo –impulsado por figuras como el exprimer ministro Shinzo Abe– intenta suavizar el pasado imperial, el filme actúa como contrapeso. Debates en foros como Asahi Shimbun cuestionan su «pertinencia» en una sociedad que valora la wa (armonía), pero Matsubara responde con hechos: ¿por qué 80 años de mutismo? Porque, al parecer, las narrativas dominantes privilegian a los soldados caídos sobre las mujeres violadas, la expansión colonial sobre sus costos humanos.
El documental dialoga con crisis actuales: la violencia sexual en Ucrania, donde informes de la ONU documentan patrones similares por fuerzas rusas, o en el Congo, con milicias usando el cuerpo como arma. Movimientos como #MeToo amplifican su eco, exigiendo que las historias marginadas se centren. La directora no ofrece cierre terapéutico; en cambio, deja una interrogante abierta: cómo las naciones reconstruyen identidades sobre silencios selectivos. Esto es una herida reabierta, sangrando verdades largo tiempo cauterizadas.
Al final, “Las mujeres de Kurokawa” trasciende el mero recuento histórico para convertirse en una crítica cultural afilada. Las perseverantes, con manos entrelazadas en el recuerdo -”llorábamos apretando los dientes contra lo inimaginable”, dice Sato-, encarnan una solidaridad que se captura con certeza. No es un lamento; es un veredicto. En las páginas de la historia, estas mujeres emergen no como víctimas pasivas, sino como testigos, forzando a confrontar las fisuras de su memoria colectiva.
Un tríptico de coraje inmortal
En 1982 se erigió en la prefectura de Gifu una estatua llamada «Otome no Hi» (Monumento a las doncellas). Sin embargo, hasta 36 años después no se dio explicación alguna sobre quiénes eran y por qué se les rendía homenaje. En Kurokawa no onnatachi, Matsubara arroja luz, mientras esculpe un tríptico cinematográfico que destila la esencia de Yasue Yoshiko, Satō Harue y Yasue Reiko, de entre 17 y 21 años que fueron arrancadas y arrojadas al infierno de Manchukuo, donde enfrentaron violaciones sistemáticas para apaciguar al enemigo. Con la precisión de Frederick Wiseman y la ternura de un poema visual de Agnès Varda, el filme consagra sus espíritus indómitos.
Yoshiko, de 21 años, era la hermana mayor del grupo, una figura maternal cuya voz, al romper el silencio en 2013 en el Memorial de Achi, Nagano, resonó como un plano largo de Bela Tarr: austera, pero cargada de furia contenida. Falleció en 2016, a los 92, dejando tras de sí un murmullo de honor. Satō Harue, de 20, tenía una risa que, según Matsubara, “escondía cicatrices”. Su confesión en el documental de NHK de 2017—“En Manchukuo dejé de ser yo”—es un puñetazo emocional, reminiscente de las revelaciones de Shoah. En 2018, su rostro en Asahi Shimbun, con labios sellados y ojos como dagas, evoca a una mártir de Bresson. “Su mirada era un manifiesto de resistencia”, relata Matsubara., electrizada.
Reiko, de apenas 17 años en 1945, cargó su trauma en soledad hasta 2023, cuando una carta de su nieta, una maestra de 28 años que descubrió su historia en un libro escolar, la transformó. “Sonreía como si el peso del mundo se hubiera desvanecido”, relata Matsubara, un plano final digno de Ozu, donde la redención florece en silencio. El año pasado, Satō, a los 99, se despidió, con sus manos entrelazadas con las de Reiko, un fotograma captura la esencia del cine vérité: dos heroínas, forjadas en la agonía, desafiando el olvido con gesto de alarido.
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