“La lluvia amarilla”: La poética del éxodo rural ★★★☆☆
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Autor: Julio Llamazares. Adaptador y director: Jesús Arbués. Intérpretes: Ricardo Joven y Alicia Montesquiu. Teatro Español, Sala Margarita Xirgu, Madrid. Hasta el 12 de diciembre.
Aunque el tema que traten pueda parecer árido a priori para algunos lectores, hay novelistas que a veces logran derribar todos los obstáculos argumentales, y son capaces de llegar directos, simplemente con la calidad de su prosa, al corazón de cualquiera que se siente a leerlos. Esto viene a confirmar dos ideas: la primera es que la forma –es decir, la destreza técnica para narrar con claridad, imaginación y belleza– es tan importante como el fondo, se pongan los torpes pretenciosos como se pongan; la segunda es que el arte que conmueve, y que perdura, siempre está impregnado de poesía.
Pues bien, todo eso representa “La lluvia amarilla” de Julio Llamazares. Aquella obra sobre la hoy llamada España vaciada llegó con la misma intensidad al corazón de los mayores, muchos de ellos criados en ese mundo rural cuyo declive describe la novela, que al de toda una generación de jovencitos de ciudad –en la cual andaba yo entonces– que no necesitábamos tener un vínculo estrecho con el campo para agitarnos y emocionarnos con la historia del último habitante de Ainielle.
Pero, claro, no resulta nada fácil trasladar al teatro un material cuyas virtudes son tan estrictamente literarias. O se sacrifica la poesía para que prime la acción, o se mantiene a toda costa para intentar que la ostensión pueda ser tan hermosa como la narración. Por esta última opción, muy loable pero arriesgada, se ha decantado Jesús Arbués en su propuesta. Y es arriesgada porque, para obtener un resultado óptimo, exige un trabajo interpretativo monumental. Recorrer con el oportuno ritmo y la necesaria pluralidad de tonos todo el arco dramático que demanda el personaje, un personaje que retoma una y otra vez su pasado durante más de hora y media para combatirlo o asumirlo, para ordenarlo o despedazarlo, es algo que está a la altura de pocos intérpretes. A Ricardo Joven no le falta precisamente oficio, desde luego; pero aquí está instalado en el mismo tono quejumbroso desde que empieza la obra hasta que acaba, sin variar a otros compases, ya reflexivos, ya tiernos, que bien hubieran servido para que el público lo acompañase en su viaje de una forma más natural.
Ni el eficaz diseño del espacio, ni la ingeniosa contribución musical e interpretativa de Alicia Montesquiu, ni el vistoso trabajo audiovisual y de luz de David Fernández, Óscar Lasaosa y Sergio Iguacel son suficientes para que el espectador no se evada mentalmente, a su pesar, en más de un momento de la representación.