NCAA

Michael Jordan, el novato que se convirtió en el mejor de la historia

En su primer año como universitario, “Air” decidió la final de la NCAA con una canasta sobre la bocina. Se cumplen 39 años de aquel legendario título

El lanzamiento de Jordan con el que Carolina del Norte ganó la NCAA
El lanzamiento de Jordan con el que Carolina del Norte ganó la NCAAAllen Dean Steele/The News & ObserverVia AP

El de 1982 fue el marzo más loco de esa «March Madness» que decide cada año el título del baloncesto universitario estadounidense. La Final Four que se organizó en el Superdome de Nueva Orleans batió todas las plusmarcas de aforo con 61.612 espectadores para presenciar el partido definitivo por el título. Los Hoyas de Georgetown contra los Tar Heels de Carolina del Norte. Vale decir, habida cuenta de la importancia crucial que tiene el «coach» en el basket NCAA: el black power John Thompson frente al alquimista judío Dean Smith. El gigante católico que buscaba redimir a sus congéneres negros a través del baloncesto contra el inventor de la zona defensiva 1-3-1 y el ataque en cuatro esquinas.

Thompson y Smith tenían una magnífica relación. Más que eso, se consideraban amigos íntimos. Lo que no obstó para que el coloso afroamericano irrumpiese en la cancha a los seis minutos de partido para increpar a los árbitros, después de conceder sendas canastas en los cuatro primeros ataques de los Tar Heels a pesar de... ¡los cuatro tapones que había puesto Pat Ewing! «No dejéis que él os dirija el maldito partido», grito. Ese «él», claro, se refería a su adversario de aquel lunes por la noche (el NCAA Championship Game siempre se juega en lunes), que dirigía a un plantel de alto copete en el que destacaba por encima de todos James Worthy y empezaba a despuntar un novato llamado Michael Jeffrey Jordan, al que conocía como Mike.

La final, como casi todos los partidos a vida o muerte en la NCAA de aquella época, fue asfixiante, una sucesión trampas defensivas y posesiones largas al cabo de las cuales sólo las estrellas de los respectivos equipos tenían permitido tirar: Ewing (23) y Worthy (28) sumaron más del 40 por ciento de los puntos de la velada. Con 62-59 para Georgetown, el «rookie» Jordan mantuvo a Carolina del Norte en el partido con una bandeja sobrenatural, un escorzo imposible sobre las manazas del pívot rival, que se disponía a recetar un enésimo tapón. A 32 segundos para el final y tras un robo de Worthy a Brown, el base los Hoyas, Dean Smith pidió tiempo muerto.

«Hemos trabajado duro para llegar aquí en la gran forma que hemos llegado. Estamos en control y estamos en un momento sensacional e histórico. Estamos a un solo punto de ganar el título nacional. Ahora, los nervios no están aquí. Es este trabajo que nos ha traído hasta aquí el que ahora va a hacer que ganemos este fantástico torneo que nos hemos merecido. Así que...». Todo el mundo esperaba que, tras este emotivo introito, preparase una jugada para Worthy, pero el técnico miró fijamente a los ojos del novato para limitarse a decir: «Knock it, Mike» («clávala», en traducción libérrima). El resto es historia.

Aquella noche en la Luisiana, se produjo un choque de estrellas sin precedentes –ni repetición desde entonces– en el baloncesto universitario: Ewing, Worthy y Jordan sumarían durante sus carreras profesionales 32 selecciones para el Fin de Semana de las Estrellas (All Star Weekend) de la NBA y acumularían un sinfín de galardones y títulos, comenzando por el oro olímpico que Pat y Mike se colgarían en Los Ángeles 84, la última vez que los chicos de la NCAA reinaron en el baloncesto FIBA. Tras el fiasco de Seúl 88, precisamente con John Thompson en el banquillo, ambos volverían a los Juegos con el genuino Dream Team de Barcelona 92.

Del lugar al que despegó la carrera de Jordan ese día, ¿qué se puede decir? Los debates sobre quién es el mejor de los tiempos en cualquier disciplina resultan estériles, pero es innegable que «Air» ha sido el jugador más influyente en la historia del baloncesto, al que ha transportado a una dimensión comercial de la que carecía en la década de los setenta. Él y David Stern, el comisionado de la NBA que lo mimó durante casi tres lustros, consiguieron que los botes del balón naranja concitasen el interés global, desde la Patagonia a los Urales y desde el Lejano Oriente al África tropical.