Amarcord Mundial
Míchel, el hombre que nunca debió agacharse en Italia’90
España cayó eliminada en el campeonato ante Yugoslavia con un gol de Stojkovic. Míchel, que hizo un triplete a Corea, se movió en la barrera
La España que compitió en el Mundial de Italia’90 era un equipo claramente de entreguerras. Miguel Muñoz había terminado su etapa con una eliminación nada gloriosa en la fase de grupos de la Euro’88 y el siguiente torneo continental, el de Suecia 1992, fue el último gran campeonato para el que no se clasificó. Villar acababa de llegar a la presidencia de la RFEF y optó por la solución sencilla: sentar a Luis Suárez, laureado seleccionador sub’21, en el banquillo de los mayores. Al fin y al cabo, era un grupo autogestionario en el que mandaban los componentes de la Quinta del Buitre.
Se cuenta que Suárez, preso de una morriña incurable, fue una marioneta en manos de Míchel, el líder del vestuario. Después de un primer partido espantoso contra Uruguay (0-0 y gracias, pues Rubén Sosa mandó un penalti a las nubes), el interior madridista le puso la cruz al delantero del Atlético Manolo, que no volvió a jugar en ese Mundial, y al lateral sevillista Jiménez, que salió un rato contra Yugoslavia por lesión de Andrinúa. El caso es que los cambios permitieron a España enderezar el rumbo en el segundo partido, contra la Corea del Sur de Kim Joo-sung, alias «Caballo Loco».
El ambiente era de lo más desangelado en el estadio Friuli de Udine, la sede de la selección en la primera fase. La mayoría del público eran italianos deseosos de ver triunfar a los débiles coreanos y que festejaron ruidosamente el gol con que Hwangbo Kwan empataba al filo del descanso. Míchel había adelantado a España con una volea a centro de Villarroya y él mismo resolvería el partido con triplete –nada de hat-trick en aquellos años– completado mediante una primorosa falta directa y un eslalon resuelto con la zurda. Celebró su tercer gol con rabia, desafiando a la grada hostil y gritando algo así como «soy el mejor», aunque luego aclaró que decía «me lo merezco».
Con la clasificación para los octavos garantizada, la primera plaza del grupo se jugó frente a Bélgica, verdugo cuatro años antes, a la que le bastaba el empate que deshizo en la segunda mitad (2-1) el central de la Real Sociedad Alberto Gorriz. El octavo de final, frente a la última selección yugoslava antes de la implosión del país en una sangrienta guerra, sería el colofón a una rivalidad histórica entre España y los balcánicos. Los yugoslavos se despidieron de la escena internacional con un equipazo en el que convivían estrellas del pasado como Safet Susic, veterano de España’82, con la joven guardia que había ganado el Mundial juvenil en 1987: Suker, Jarni, Boksic y Prosinecki, este último miembro de un Estrella Roja que se proclamaría campeón de Europa en 1991 junto a los Savicevic, Pancev y, sobre todo, Dragan Stojkovic. Este finísimo mediapunta, que había empezado a dar que hablar cuando se colgó el bronce en los Juegos de 1984, dinamitó con su clase un partido en el que las mejores ocasiones fueron españolas: sendos cabezazos al poste de Gorriz y Butragueño.
Dentro del cuarto de hora final, Katanec peinó un centro que le cayó a Stojkovic, quien amagó con empalmar con la zurda. Martín Vázquez se lanzó con todo para taponar y se comió el recorte seco del serbio, que batió a placer a Zubizarreta. España tuvo arrestos para forzar la prórroga con un gol de Salinas, pero fue nadar para morir en la orilla: a los dos minutos del tiempo suplementario, Stojkovic clavó una falta lejana por fuera de la barrera… o no tan por fuera, porque su tiro iba derechito a la cabeza del primer componente del muro español, Míchel, que agachó la cabeza en un gesto instintivo y fatal. Literalmente, abrió el camino de Yugoslavia hacia los cuartos y España se marchó para casa frustrada. Otra vez.
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