Amarcord
El boicot a Los Ángeles 84 o Granada por Afganistán (y no jugaban al Risk)
La invasión de una pequeña isla del Caribe fue la excusa de la Unión Soviética y sus satélites para boicotear los Juegos de 1984. El anuncio se realizó el 8 de mayo de ese año
La Guerra Fría se rigió por el principio de acción-reacción. Ambas superpotencias, con sus bloques afines al rebufo, calcaban los movimientos ofensivos de la otra y las represaliaban especularmente. Estados Unidos y las principales naciones occidentales excusaron su presencia en Moscú 1980 como protesta por la invasión de Afganistán por el Pacto de Varsovia. Cuando los marines USA, en el otoño del 83, intervinieron en la isla caribeña de Granada para derrocar al dictador Husdon Austin, un títere de la Cuba castrista, el boicot olímpico a los Juegos de Los Ángeles estaba cantado. En la primavera de 1984, a diez semanas de la inauguración, se oficializó la noticia.
El momento elegido para el anuncio, el 8 de mayo, no fue casual. Ese día comenzaba el viaje del fuego olímpico, tras cruzar el Atlántico, hasta California. La llama, desembarcada en la Isla Ellis –parada obligada para los millones de migrantes procedentes de Grecia en los primeros años del siglo XX– como un guiño a la comunidad greco-americana, recorrería más de tres mil kilómetros a manos de cinco millares de relevistas. Por la mañana en Moscú, recién superada la medianoche en la Costa Este, la agencia TASS publicaba un comunicado en el que el Comité Olímpico de la URSS alegaba «sentimientos chovinistas y una histeria anti-soviética impulsados en Estados Unidos» para justificar la no presencia de su equipo en los inminentes Juegos.
No fue un movimiento que cogió por sorpresa a las autoridades estadounidenses. Circulaba desde hacía meses entre los responsables del Comité Organizador, con su presidente Peter Ueberroth a la cabeza, una denominaba «hipótesis de la venganza» por el boicot occidental a los Juegos de Moscú. La invasión de Granada le brindaba al bloque comunista una excelente excusa y la Administración Reagan, consciente de ello, negoció con el Kremlin durante meses para evitarlo. En vano. «Los rusos temen las deserciones en masa de sus deportistas», fue la dolida respuesta del presidente-actor.
En cascada, los países de la órbita soviética se fueron sumando al boicot. Desde Alemania Oriental y Bulgaria, que lo hicieron dos días después, hasta Etiopía, que ya era una potencia atlética y esperó hasta el 27 de junio, justo a un mes de la inauguración. Mongolia, Vietnam, Laos, Checoslovaquia, Afganistán –ya ocupado por los rusos–, Cuba, Yemen Meridional, Corea del Norte y Angola declinaron su participación. Albania, Libia e Irán, enemigas juradas de Estados Unidos, no necesitaron excusa alguna para boicotear los Juegos Olímpicos: hacía más de un año que habían anunciado su ausencia. Los deportistas de todas estas naciones participaron aquel verano en unos denominados «Juegos de la Amistad y la Paz», qué ironía, con los que los tiranos comunistas del planeta contraprogramaron los Juegos Olímpicos con competiciones organizadas en diversas sedes.
Hubo dos disidencias en el habitualmente monolítico bloque de Europa Oriental: la esperada de Yugoslavia, que desde tiempos de Tito se había desmarcado de la ortodoxia moscovita con el Movimiento de los No Alineados; y la más sorprendente de Rumanía, en la que fue una hábil maniobra de falso aperturismo del sanguinario Nicolae Ceaucescu.
Los rumanos, donde se practicaba el deporte de estado –la propaganda a través de los resultados, frecuentemente con descarada ayuda farmacológica–, fueron segundos en el medallero tras Estados Unidos gracias a sus remeros, a su maravillosa escuela de gimnasia artística y a dos grandes damas del mediofondo, Doina Melinte y Maricica Puica.
Yugoslavia se coló entre las diez delegaciones más exitosas en esos Juegos con especial incidencia, siguiendo su tradición, en los deportes de equipo, ya que ganó medallas en balonmano, baloncesto, fútbol y waterpolo.
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