Opinión

Luis Enrique, qué gran míster si no fuera tan sociópata

El atrevimiento que le ha echado a la cosa con chavales jovencísimos le ha permitido formar un equipo que nos invita a soñar

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De Luis Enrique no puedo hablar mal en lo personal porque siempre que me he topado con él ha sido extraordinariamente educado y, aunque parezca mentira, simpático. Jamás entenderé porqué no traslada esa desconocida faceta de su personalidad al día a día con los medios. Lo digo porque cada una de sus comparecencias ante los periodistas se salda con una chulería o con un enfrentamiento dialéctico con el plumilla de turno. Los rifirrafes se suceden rueda de prensa tras rueda de prensa. Ni más ni menos que la tónica que ha presidido su carrera tanto como jugador como ahora como entrenador. En su etapa de delantero madridista iba al choque dentro y fuera del terreno de juego y en el Barça esa faceta pendenciera se elevó a la enésima potencia.

En mis 34 años largos como socio del Madrid pocas veces escuché insultos tan graves como los que la grada del Bernabéu dedicaba a un pelotero barcelonista llamado Luis Enrique Martínez García al que lo más bonito que le llamaban era «traidor». Su consciente y su subconsciente jamás perdonaron aquella afrenta, tan impresentable como habitual en cualquier campo con los visitantes. Algo a lo que un profesional ha de estar perfectamente acostumbrado porque, de lo contrario, lo mejor que puede hacer es dedicarse al cultivo de la patata riojana, menester en el que nadie le insultará, le increpará o se ciscará en su padre o en su madre. Freudiana es ciertamente esa aversión de los últimos tiempos, la Eurocopa para empezar, a la convocatoria de futbolistas del Real Madrid. Algo que sería comprensible si el club en cuestión fuera el decimotercero de la tabla o un colista de la vida. Al seleccionador habría que recordarle que el equipo que tanto odia fue subcampeón de Liga y semifinalista de la Copa de Europa. El tiempo le ha dado la razón con la no convocatoria de Ramos, que como se ha comprobado no estaba físicamente en su mejor momento pese a ser el mejor central del mundo, pero no con un Nacho que se salió del mapa la pasada temporada y, en menor medida, tampoco con un Marco Asensio que fue uno de nuestros puntales en los Juegos.

Ser seleccionador significa aparcar filias y fobias para convertirte en el entrenador de todos los españoles, en un míster transversal. Algo que el asturiano dista de haber conseguido. Porque en lo demás va sobrado. Frente a los que lo ponen a parir como si fuera un vulgar tuercebotas, yo soy de los que defienden su tarea al frente de La Roja y, muy especialmente, el atrevimiento que le ha echado a la cosa dando paso a chavales jovencísimos muchos de los cuales aún no han cumplido los 20. Si cualquiera vaticina en mayo que seríamos semifinalistas de la Eurocopa y que no pasamos a la final porque Dios no quiso, le habríamos enfundado una camisa de fuerza y lo hubiéramos remitido al frenopático más próximo. Es un buen seleccionador, aunque puede serlo aún mejor si jubila esos tics antimadridistas que no van a ninguna parte. El presidente de la Federación, Luis Rubiales, resumió mejor que nadie el inesperado éxito de Luis Enrique: «Esta selección estaba pensada para explotar en el Mundial de Qatar, no tan pronto». Y la verdad es que hay equipo para soñar, tal y como se vio el miércoles con una Roja que mató dos pájaros de un tiro: derrotó a la vigente campeona de Europa y acabó con una racha impresionante de 37 partidos invicta. Que el atraco a mano armada frente a Francia no nos impida ver el bosque frondoso de una selección que, salvo imponderables, hará algo grande, muy grande, en Qatar.