Fallece Di Stefano

El mito es imbatible

Alfredo Di Stéfano era el hombre que necesitaba Bernabéu para crear el gran Real Madrid. En la imagen, junto a Kopa
Alfredo Di Stéfano era el hombre que necesitaba Bernabéu para crear el gran Real Madrid. En la imagen, junto a Kopalarazon

La inmensa mayoría de los aficionados al fútbol de hoy jamás vio jugar a Alfredo di Stéfano, incluidos quienes conservan en memoria algún recuerdo vago de aquel partido al que acudieron hace más de medio siglo. Ellos tampoco lo vieron jugar, o no al menos con la minuciosidad con la que escrutamos a los jugadores desde el advenimiento de la era de la televisión, sino que fueron algunas veces al estadio y por allí abajo corría ése a quien se consideraba el mejor futbolista del momento.

La visión directa es la gran enemiga de la mitología, por eso tampoco nadie ha visto a Zeus y el día en que alguien lo vea, dejará de ser el rey del Olimpo. Sin que las cuatro imágenes borrosas y aceleradas que se conservan pudieran contradecir el relato, hace mucho que se escribió la leyenda de Di Stéfano. Un hombre jamás superará a un mito.

El fallecimiento de Di Stéfano, más allá de la tragedia existencial inherente a cada muerte, supone su ascenso definitivo al estado legendario. Ahora ya es inmortal porque su obra permanece en la tradición oral y en la letra impresa, ajeno ya a las noticias recientes que lo humanizaron en el peor sentido de la palabra, por ser reo y víctima de las miserias de los hombres, y también libre de la videoteca: esa cárcel de la fama que conserva las mejores jugadas de los futbolistas que lo siguieron, sí, pero también sus malos partidos, sus momentos de flaqueza, sus derrotas, sus gestos antideportivos... todo el arsenal que los detractores de cualquier estrella, que los tienen por millares en este mundo de pasiones enfrentadas, emplean para intentar empequeñecer a los más grandes. El tiempo y la ausencia de fuentes primarias son sus mejores aliados. Los amigos del mito.

Es inútil situar a Di Stéfano ni a nadie en un ránking de grandes futbolistas, como si pudiésemos preponderar a la novela cervantina sobre el teatro de Shakespeare, o viceversa. Se ha ido uno de los más grandes, un ser irrepetible como lo son todos los genios, cualquiera que haya sido su ámbito de actuación. ¿Valen más sus cinco Copas de Europa que los tres Mundiales que Pelé? ¿Acumula superior mérito por sus cientos de goles que Maradona por aquel eslalon en México? ¿Revolucionó el juego en mayor medida que el Ajax de Johan Cruyff? ¿Lo destronó Zidane de la cúspide del santuario madridista con su volea en Glasgow? Hagámonos mejor otra pregunta: ¿en serio tienen esas discusiones bizantinas la más mínima importancia?

Seguramente, el gran legado que deja el Di Stéfano contemporáneo, el que conocimos más allá de sus facetas de excepcional futbolista y entrenador con altibajos, fue la humildad. A alguien como él le habría resultado sencillo convertirse, desde su incuestionable «auctoritas», en uno de esos opinantes que parten del fútbol para terminar pontificando sobre el mundo en general y todos los habitantes de la tierra en particular.

Huelgan los nombres. Pero no. Don Alfredo, que sólo con los años aceptó el tratamiento de cortesía –fue mérito suyo ganárselo y en modo alguno resultó un donativo–, ocupó de forma impecable el cargo de Presidente de Honor, lugar que le correspondía como coautor, junto a Santiago Bernabéu, del Real Madrid moderno: un modelo en el que todavía se inspiran todos los clubes que desean instalarse entre la aristocracia del balompié mundial.

Y debería cundir el ejemplo de su implacable profesionalidad, el afán por devolver en sudor cada peseta recibida, cada duro ganado, ahora que tanto se fomenta la interesada confusión entre el amor a los colores y los contratos astronómicos.