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Roma civiliza a los pueblos bárbaros

Los hijos de la Gran Bretaña deben recordar siempre quién llevó la civilización a su inhóspita isla

Giorgio Chiellini atiende a la prensa en la previa de la final de la Eurocopa
Giorgio Chiellini atiende a la prensa en la previa de la final de la EurocopaDPA vía Europa PressDPA vía Europa Press

La megalópolis que hoy conocemos como Londres fue un campamento militar fundado por los romanos en el año 43 de la era cristiana, en tiempos de Calígula, que alcanzó su esplendor durante la Dinastía Antonina, siglo II, bajo los emperadores hispalenses Adriano y Trajano. No hay nada extraño pues en que este tórrido domingo de verano hayan reaparecido las legiones en la vieja Londinium para reconquistar la que fue su ciudad en dos justas singulares, que se celebrarán con puntualidad británica –con toda su pompa y circunstancia también– a las catorce y a las veinte horas. Hora de Greenwich, of course. Algún afortunado habrá que, si el tenis no se alarga, pueda estar primero en Wimbledon y después en Wembley para asistir in situ a los dos eventos, repletas como estarán las gradas por la laxitud de un Boris Johnson tan reprensible cuando actúa como un populista desorejado como lúcido en su afán por recuperar la normalidad.

Desde que el Imperio de Occidente comenzó a declinar y los bárbaros expugnaron los limes –he ahí aún en pie el testimonio de la muralla adriana, impotente ante los pictos–, los habitantes de la Península Itálica no se han mostrado demasiado en las orillas del Támesis: poca cosa más allá de las consabidas pizzas, cafés espresso, enotecas con más ínfulas que vinos de calidad, queserías y toda la panoplia de establecimientos con la etiqueta «gourmet». Triunfaron, eso sí, como sólo triunfan los tenores del país del bel canto Enrico Caruso y Beniamino Gigli y Luciano Pavarotti en Covent Garden o en el Royal Albert Hall o en la Opera House o donde los pusiesen. Hubo un tiempo en el que los maleantes de la Italia meridional también controlaban los bajos fondos londinenses, hoy en manos de los gángsters de la diáspora soviética y yugoslava.

El único italiano que ha ganado un torneo del Grand Slam en la era Open, Roland Garros en 1976, ha sido Adriano Panatta, un romano ligón como lo exige el tópico que en aquellos años configuraba un «dream team» de tenistas playboys imbatibles junto a Ilie Nastase y Vitas Gerulaitis. Antes, el venerable Nicola Pietrangeli había jugado cuatro finales en París, dos ganadas y otras dos perdidas, ambas contra Manolo Santana. Hace más de cuatro decenios, por tanto, que Italia busca un heredero y lo ha encontrado en Matteo Berrettini, nacido en Roma como Panatta, pero sin el genotipo de guaperas de peli romántica, sino con un aspecto de leñador acorde con los saques y derechazos que arrea, que parecen arrebatos de ira divina.

Berrettini desafiará a Djokovic en calidad de aspirante, tan outsider como sus compatriotas los futbolistas, aunque el favoritismo de sus rivales es de distinta naturaleza. Si el tenista serbio es un obstáculo monumental que no se arredrará ante un novato en la construcción de su leyenda, la selección inglesa suplirá con el fervor de sus seguidores –y, ay, sospechamos que el favor de los árbitros– su menor pedigrí. Inglaterra, toda la inventora del juego que quiera, sólo acredita un título mayor en su palmarés, el Mundial 66, logrado también al calor de Wembley y con empujoncito sospechoso de los señores de negro. La cacareada deportividad del fútbol inglés, del que contaban prodigios como que los propios compañeros reprendían al futbolista piscinero, quedó retratada con la zambullida infame de Sterling, tan poco caballeroso como Sir Bobby Charlton cuando celebró ese gol de Hurst que nunca debió subir al marcador.

Es frecuente que los aficionados italianos se atavíen como extras del cine péplum cuando juegan en casa ajena, igual que nunca falta el seguidor español tocado con montera. Y para completar las dos gestas deportivas que hoy tienden sus brazos a los italianos, será necesario el espíritu de conquista de las legiones de Julio César, quien sometió a Casivelono, caudillo de las tribus indígenas, para poner en el trono de los britanos a su aliado Mandubratius, que pagó su vasallaje en forma de puntuales tributos a la República. Los hijos de la Gran Bretaña deben recordar siempre quién llevó la civilización a su inhóspita isla. Roma Victrix.