Opinión

El Mundial del fútbol narcótico por turnos

Las palabras han perdido su significado en este fútbol orwelliano. El central debe tocar el balón como si jugara un torneo de veteranos de fútbol-sala

Aficionados uruguayos en el empate a cero ante Corea del Sur
Aficionados uruguayos en el empate a cero ante Corea del SurRaúl MartínezAgencia EFE

En el instante previo al silbatazo inicial, los dos contendientes forman simétricos, espejados como piezas de ajedrez antes de que la mano del maestro abra con el peón de rey (e4). Empieza el partido. Balón atrás, mientras el equipo que no ha sacado avanza sin deshacer el dibujo. Tiene la pelota un central, que se la da al portero, éste se la echa al otro central, viene el mediocentro a recibir entre ambos y se la tira a otro compañero. Puede que sea de nuevo el guardameta, para que el ciclo se repita quizá hasta el infinito, o puede que a un interior que ha bajado a recibir. Nunca a los laterales, que andan lejísimos en tertulias con sus pares y el linier de su banda.

La mayoría de las selecciones practican este fútbol narcótico por turnos, con secuencias que interrumpe un pelotazo que golpea la cabeza del desesperado delantero, a quien obligaron a abdicar de sus funciones canónicas para convertirlo en «el primer defensor». Porque en este fútbol orwelliano en el que las palabras han perdido su significado, el ariete debe correr como un maratoniano y la obligación del central es acariciar la pelota como si jugara un torneo de veteranos de fútbol-sala. De vez en cuando, por un rebote afortunado como en el Suiza-Camerún o por un chispazo, como en el Australia-Túnez, aparece el gol. Entonces, sólo entonces, se puede empezar a jugar.

Inglaterra-Estados Unidos, México-Polonia, Dinamarca-Túnez, Uruguay-Corea, Marruecos-Croacia… los empates a cero se suceden con enojosa frecuencia antes incluso de que comiencen los duelos eliminatorios, en los que hasta el más osado de los técnicos cultiva la prudencia franciscana. La igualdad deseable entre las selecciones, con deshonrosas excepciones, ha degenerado en una aburrida uniformidad, un igualitarismo totalitario de partidos intercambiables, todos idénticos, que sólo se desbocan cuando un gol rompe el tedioso guion, así pasó en el Alemania-Japón, o cuando, como en el Países Bajos-Senegal o el Irán-Gales, el reloj le aprieta a quien no le sirve el empate.

Cada vez son más los futboleros cabales dolidos por la similitud creciente entre su deporte favorito y el baloncesto, que siempre fue sospechoso por su monotonía y su falta de interés fuera de los minutos finales. Un larguísimo rato tirando a canasta en distintas posturas para, según vaya el marcador en los últimos cinco minutos, poner en práctica el plan que toque para ganar. ¿No les da la impresión de que en el Mundial no importa lo que ocurra hasta el cuarto de hora de la verdad? Entre la posibilidad de cambiar a medio equipo y los descuentos kilométricos, ahí es donde empiezan la emoción y el vértigo que nos despierta de la hora de siesta de antes.