Opinión

Messi, la belleza, el momento y la posteridad

El “10″ necesitaba una acción memorable en un día «señalaíto» y fue a regalárnosla en una semifinal mundialista ante el defensa de moda

Messi y Josko Gvardiol, en el Argentina-Croacia
Messi y Josko Gvardiol, en el Argentina-CroaciaDPA vía Europa PressDPA vía Europa Press

Más allá de la sospechosa costumbre que han adquirido los árbitros mundialistas de decantar los partidos de Argentina con un penalti casi siempre discutible, y alguno directamente bandidesco, la exhibición de Leo Messi en la semifinal contra Croacia lo ha transportado a una dimensión superior. Porque los cinco goles marcados por el astro en Qatar tienen su valor, desde luego, pero que el 80 por ciento de ellos hayan sido desde el llamado punto fatídico –con un error contra Polonia– desluce sin duda la estadística, que nunca ha dejado de ser «el arte de mentir con precisión». En deportes más numerológicos como el baloncesto, se computan mal que bien las aportaciones denominadas «intangibles». Y, claro, no todas las asistencias pesan igual.

Hay goles trascedentes y otros que sirven sólo para engordar el inventario, como el que marcó Julián Álvarez transitando el último cuarto de la semifinal. Rendidos los balcánicos, o al menos resignados a la derrota, el 3-0 no hizo sino sellar lo que todo el mundo sabía desde antes del descanso, que Argentina jugaría la final. Sin embargo, también hay asistencias que suman para la mera contabilidad –un córner a la olla bien rematado, por ejemplo– y otras que pasan a la posteridad por su contenido estético. Así, la que le dio Messi al delantero del Manchester City en el referido 3-0 tras un espléndido baile con (a) Josko Gvardiol.

La carrera de Messi encara su recta final y resultaba injusto, por no decir ridículo, que su jugada más icónica fuese aquella remota galopada contra el Getafe, un día cualquiera entre semana de abril en año impar, en una eliminatoria de Copa en la que, para más inri, fue apeado el Barça. Necesitaba una acción memorable en un día «señalaíto» y fue a regalárnosla en una semifinal mundialista en duelo con este Gvardiol que no sólo es el defensor de moda; es que, con esa máscara como de villano de James Bond, encarnaba al perfecto antihéroe. No jugaba Leo en ese minuto para ganar el partido, que eso ya era cosa hecha, sino para dejar una secuencia cinematográfica a la posteridad.

(Semejante despliegue, por supuesto, debería refrendarse con una victoria el domingo en la final para no dejar un regusto de obra inacabada. Sin embargo, incluso si esta Argentina de Messi –valga el genitivo– repite el subcampeonato de 2014, la Historia comprenderá que él no pudo hacer más, pues perdió en Maracaná por la mala puntería de Higuaín y perdería, si eso pasase, en Doha por la inanidad de sus compañeros.)

Llega un momento en el que los elegidos del deporte ya no compiten contra sus rivales. Usain Bolt corría sólo frente al cronómetro, al que reventó en varias ocasiones, y Tiger Woods nunca podrá vencer el duelo temporal que mantuvo durante toda su carrera con Jack Nicklaus. Así, la importancia por el éxito o el fracaso de sus empresas amaina en comparación con la magnitud del reto. Un rebote caprichoso o una pizca de fortuna en la tanda de penaltis podrá decantar el partido eterno entre Messi y Maradona, de acuerdo. Pero el rosarino, de momento, ya ha dejado claro que no hay otro como él entre los vivos… y que posiblemente no lo habrá jamás.