Divisas
El día que Draghi salvó al euro
El poder de tres palabras: del «alea jacta est» al «whatever it takes». Mario y Julio César, órdagos paralelos, dos romanos que han hecho historia en Europa
El día que iba a salvar el euro, Mario Draghi no lo sabía. Podía sospecharlo, pero nada más. El 26 de julio de 2012, la víspera de la inauguración de los Juegos Olímpicos en la capital británica, el presidente del Banco Central Europeo (BCE) se levantó pronto en su hotel de Londres, aunque no tan pronto como Santiago Nasar, el protagonista de la «Crónica de una muerte anunciada», la novela de Gabriel García Márquez, el día que lo iban a matar. Aquellos días, el euro estaba en almoneda y muchos apostaban su dinero –y el de otros inversores– contra la supervivencia de la moneda única europea.
Italia y España estaban el punto de mira de los cazadores de gangas y tenían que hacer frente para financiarse a unos tipos de interés que llegaban al 7%. El 23 de julio, el bono español a diez años se disparó al 7,5% y la prima de riesgo, un indicador desconocido para la mayoría de los ciudadanos hasta entonces, llegó a los 633 puntos.
Ese mismo día, según la versión de S.P. Chan y R. Cooper, en el diario «The Telegraph», Luis de Guindos, ministro de Economía español, que había viajado a Berlín para conseguir el apoyo de su homónimo alemán Wolfgang Schäuble, advertía que España hacía frente a un «derrumbe económico inminente». Pretendía que la mano derecha de Angela Merkel hiciera algún signo que tranquiliza a los mercados e incluso que aceptara la posibilidad de que el BCE comprara deuda pública cuanto antes. Guindos, al margen de ser conservador-democristiano como su colega, tuvo que hacer frente a las reticencias alemanas, que exigía una reforma del sistema de pensiones y un compromiso fehaciente para controlar el déficit.
Los mercados, mientras tanto, sobre azuzados por los inversores y los medios de comunicación británicos hacia el proyecto del euro, mantenían e incluso aumentaban sus apuestas contra la moneda europea.
Mario Draghi «¡estaba harto!», le confesó a un amigo, mientras añadía que «todas esas historias sobre la disolución del euro son una chorrada», según distintas fuentes citadas por Adam Tooze en su libro «Crash», editado por Crítica en España. El autor añade que la expresión del banquero central, en su original italiano, era «más vistosa» o «más colorida».
Unas semanas antes, España había tenido que pedir y aceptar lo que para unos eran ayudas y para otros un rescate a través de un crédito de hasta 100.000 millones para recapitalizar a parte de su sistema financiero, en concreto a varias de las antiguas cajas de ahorros –controladas durante años por las distintas administraciones públicas, ya fueran locales o de las comunidades autónomas– con Bankia a la cabeza. En Grecia, después de un dramático rescate, con recortes, allí sí, brutales, los socialistas del Pasok se hundieron y los votantes se dividieron entre la derecha de Nueva Democracia y los radicales de izquierda de Syriza. El conservador Samaras formó un Gobierno débil mientras la Europa del euro contenía el aliento ante las dudas de que los griegos cumplieran.
Un mes antes de la inauguración de los Juegos Olímpicos, España mantenía sus problemas de financiación y era cuestión de tiempo que Italia siguiera por el mismo camino. El 28 de junio, el presidente español, Mariano Rajoy y el presidente del BCE Mario Draghi amenazaron con vetar los planes de la canciller alemana, Angela Merkel, concretados en un llamado Pacto de Crecimiento. Una reunión de urgencia hasta las 4:30 de la madrugada, tras quince horas de negociaciones, desbloqueó la situación. Alemania cedió y admitió ayudas para la deuda pública de los países «periféricos» con condiciones.
El resultado fue una tregua mínima en los mercados, pero pronto volvieron las turbulencias, con aquel máximo de la prima española en 633 puntos el 23 de julio.
Mario Draghi, sí, «¡estaba harto!». Sabía que había que hacer algo pero no tenía los instrumentos ni un plan a largo plazo. El 26 de julio, en su hotel de Londres, repasó el contenido de la intervención que tenía que realizar esa mañana en Lancaster House, el edificio de estilo georgiano y tres plantas que ha servido para los escenarios interiores de «The Crown», en donde se rodó «El discurso del rey» y algún capítulo de Downton Abbey.
Los británicos, con el telón de fondo de los Juegos Olímpicos, habían organizado una cumbre financiera llamada Global Investment Conference con el objetivo de atraer dinero. La inauguraba, con pompa y circunstancia, el entonces primer ministro conservador David Cameron, que presenta a su país como el lugar ideal para hacer negocios, además de alabar al inglés como la lengua ideal para el comercio, las finanzas e incluso la política. Y el premier incluso se permitía lanzar algún dardo irónico a esa Unión Europea que resiste como puede los ataques contra el euro. Jana Randow y Alessandra Speciale, en su libro sobre Draghi (Deusto) «El artífice» explican que Mervin King, entonces gobernador del Banco de Inglaterra, nunca pensó que aquella reunión fuera «una ocasión relevante».
El presidente del BCE tenía que intervenir, alrededor de las 10:30 de la mañana, en una sesión titulada «Cómo gestionar los retos globales». Le acompañaban en la mesa Agustín Carstens y Alexandre Tombini, gobernadores de los bancos centrales de México y Brasil, y también el mismo Mervin King que, años después sería uno de los tres banqueros centrales llamados «Los alquimistas» (Deusto) por Neil Irwin, columnista de «The Washington Post» y autor del libro del mismo título.
Draghi no parece muy interesado en la sesión financiera y les dice a sus compañeros de mesa: «Tomaos todo el tiempo que queráis. Yo no tengo mucho que decir», según la versión de Randow y Speciale, que tuvieron contacto directo con él y con su equipo. Alrededor de las once de la mañana, es el turno del gran jefe monetario europeo en la Long Gallery, un salón de más de 35 metros de largo. Habrá un antes y después de ese discurso, que puede leerse en su integridad en la página web del BCE.
Draghi, en un inglés perfecto, casi sin acento, empieza con la comparación entre el euro y un abejorro. Explica que, según las leyes de la física, es imposible que pueda volar pero que, sin embargo, lo consigue. El auditorio, una parte anti-euro, le escucha algo desconcertado pero también escéptico. Cuando lleva algo más de seis minutos de un discurso, no leído, pero con un texto escrito, hace una pausa, cruza los dedos y dice «En el ámbito de nuestro mandato, el Banco Central Europeo está dispuesto a hacer lo que sea necesario –whatever it takes, en el inglés original– para preservar el euro». Contempla la reacción de los presentes y, con un tono desafiante, y sin que esté claro que lo tuviera escrito, insiste: «Y créanme, será suficiente». Nadie sabe qué significa exactamente lo que acaba de escuchar, tampoco Christine Lagarde, entonces directora gerente del Fondo Monetario Internacional, sentada en primera fila.
Tampoco el mismo Draghi tiene claro cuál será el siguiente paso que deba dar, pero los mercados interpretan que el BCE está dispuesto a poner encima de la mesa todo el dinero que sea necesario para defender al euro y no solo lo tiene, sino que puede crearlo. Los especuladores contra el euro intentan salvar los muebles, pero la administración americana de Obama –preocupada por la inestabilidad europea– creen que la moneda única se ha salvado, no con medidas técnicas, sino con liderazgo. Mervin King dijo que ni tan siquiera Draghi había previsto el efecto de sus palabras que, según Lagarde y recogería Bloomberg, fueron «las tres –whatever it takes– más eficaces en la historia de los bancos centrales». Es por eso que, el romano Mario Draghi, educado en los jesuitas de Roma, antiguo banquero de inversión, solo podía intuir que aquel día salvaría al euro. Poco importa que a partir de entonces, el propio Draghi se pusieran a diseñar, de verdad, los mecanismos y los procedimientos para apuntalar el salvamento del euro. Fueron, sí, tres palabras que cambiaron la historia reciente de Europa, como hace algo más de dos mil años, otro romano, Julio César, tras cruzar el rio Rubicón, pronunció otras tantas, «alea jacta est» –la suerte está echada–, que determinarían el futuro de Roma y, de alguna manera, un destino para unos territorios que hoy componen la Unión Europea.
El estrambote de todo esto es que César fue asesinado por sus fieles en los idus de marzo, aunque su legado, por la pluma de Plutarco y la interpretación de Shakespeare, sigue muy vigente. En los idus de julio de 2022, los políticos italianos sentenciaron políticamente a Draghi, que corre una suerte parecida –con las debidas distancias- a la de César, justo en vísperas de aquel 26 de julio de 2012, víspera de la inauguración de los Juegos Olímpicos de Londres, que fue el día en el que salvó el euro. García Márquez no hubiera ideado una trama mejor. En España gobernaba Rajoy y, por entonces, Sánchez ni estaba ni se le esperaba.
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