Rodrigo Rato
Control de precios y subvenciones. Nada nuevo bajo el sol
Necesitamos urgentemente un debate a la americana, descarnado, sobre nuestro futuro energético común
Si nuestros padres o abuelos resucitaran hoy, seguro que se llevarían grandes sorpresas respecto al mundo en el que sus hijos y nietos viven. Reconocerían de inmediato el control de precios y las subvenciones, que ellos vivieron toda su vida. En efecto, la liberalización de mercados y la búsqueda de la máxima competencia en los precios son cosa relativamente reciente, más o menos desde la pasada década de los ochenta. Los norteamericanos con cierta edad recordarán el control de precios impuesto por Richard Nixon a principios de los setenta, los ingleses a finales de la misma década también lo intentaron. En realidad, a lo largo de la historia muchos, si no todos los gobernantes, los han aplicado. Algo así como la tercera recomendación al gerente de la Rusia soviética, la última y desesperada medida antes de dimitir, según el viejo chiste ruso de la época, cuando allí se podían hacer bromas.
Controlar los precios es una medida conocida, pero insostenible a medio plazo. Si fuera estable y eficiente, no se habría abandonado tantas veces. Además, resulta impracticable en un mundo globalizado de economías abiertas. Es ineludible que genere distorsiones al poder adquirir bienes o servicios por debajo de su coste. Emergencia es desde luego la palabra clave para justificar cualquier medida, sobre todo si le añadimos la palabra social. Y no cabe duda de que una crisis energética produce todo tipo de problemas, entre ellos sociales. Y estamos ciertamente en una, la más seria desde los años setenta, pero inevitablemente con características propias, entre ellas los riesgos medioambientales.
La raíz de los problemas
Precisamente, la confusión entre política medioambiental y la energética está en la raíz de parte de nuestros actuales problemas. Ambas son importantes y están fuertemente relacionadas, pero no son iguales. Es más, el empeoramiento de la segunda puede hacer inabordable la primera. El aumento del consumo del carbón en muchos grandes países emisores o la falta de nuevas inversiones en el sector del gas o del petróleo, incluso en el nuclear, auguran más emisiones y precios más altos en los próximos años, una endiablada combinación. Hace tres semanas, los productores norteamericanos de energía procedente del “fracking” dejaban claro que no vislumbraban nuevas inversiones, ante la falta de deseo de sus inversores de aumentar sus riesgos pese a los altos niveles de rentabilidad actualmente. La semana pasada, el ministro de Energía de Emiratos Árabes Unidos justificaba el recorte de la producción acordada por la OPEP en la necesidad de garantizar nuevas inversiones en el sector. Cuando no se encuentra dinero para ampliar actividades que son muy rentables es muy probable que la explicación esté en la regulación.
En este caso, los anuncios de prohibición y penalizaciones a los inversores en energías como el gas, nuclear o el petróleo en la próxima década se han entendido claramente por el mercado. Pretender impulsar nuevas conexiones transnacionales de gas por parte de Estados que quieren penalizar su uso en un plazo inferior a los diez años produciría ternura si no fuera chusco en un tema de gran transcendencia económica y social.
Subvenciones
Los controles de precios traen aparejadas las subvenciones, medida que los países desarrollados llevan décadas desaconsejando a los países en desarrollo. Adicionalmente a la pérdida continuada de credibilidad de los primeros, incentivar el consumo de productos bonificando su coste real acaba indudablemente incrementando su consumo y por tanto el coste futuro de esas mismas subvenciones. Es cosa sabida, y hasta de cierta lógica, que los gobernantes están más interesados en el bienestar inmediato de sus ciudadanos que en la ortodoxia de sus políticas macroeconómicas. Pero olvidar que se avanza en un mundo de contradicciones crecientes tiene las patas muy cortas.
La virtud inevitablemente puede encontrarse en el camino de en medio. En los próximos meses los ciudadanos necesitaran ayudas, a ser posible bien diseñadas hacia los ciudadanos más vulnerables. Al mismo tiempo, será necesario plantear un mapa y un calendario de suministro energético realista, sostenible y coherente con las ingentes necesidades de inversión privada que son necesarias, incluida la política climática, pero también para mantener el crecimiento de la economía. Sin crecimiento no habrá política climática y es posible que lo mismo suceda también al contrario. Como estamos comprobando en la situación forestal española, el tiempo de las recomendaciones simples, bien intencionadas o no, ha pasado. Son necesarios planteamientos y políticas rigurosos y sostenibles, para empezar por las personas más directamente afectadas y técnicamente expertas. Una seria revisión y transparencia de los consejos medioambientales debe imponerse. Salir mucho en televisión no puede ser la garantía máxima de solvencia técnica. Nuestras universidades y empresas están dotadas del talento y el saber necesarios para hacer frente a este desafío, aunque no participen en sentadas y manifestaciones.
No es fácil desandar algunos de los dogmas que se han aceptado rápidamente. Pero es necesario hacerlo en determinados casos para conjugar las necesidades energéticas con las climáticas. Pocos sitios más representativos de este desequilibrio que la Unión Europea. Sus dirigentes parecen crecidos con su protagonismo en las recientes crisis de la covid y la guerra en Ucrania para demandar ahora poderes absolutos para futuras e indefinidas crisis. Pero la energía es mucho más compleja y está más ligada a las necesidades nacionales esenciales que las vacunas. Muchos votantes europeos, de norte a sur y de este a oeste, cada vez se inclinan más por posturas nacionales. Nadie puede esperar que no haya tensiones en el mayor experimento en la historia de integración de países. Desde la pesca a los fertilizantes, las previsiones de inflación pasando por las características técnicas de las chimeneas, la integración de empresas industriales o tecnológicas, la energía nuclear o el uso del gas, las autoridades europeas han dado repetidas muestras de estar lejos del acierto. Y ese es el único camino para ganar la credibilidad que los ciudadanos europeos demandan. Criticar a las instituciones europeas no equivale a ser antieuropeo, como también sucede a nivel nacional. Mejor que se vayan acostumbrado. Necesitamos urgentemente un debate a la americana, descarnado, sobre nuestro futuro energético común, con la participación de verdaderos expertos, si queremos tener un debate medioambiental.
Los controles de precios son solo una medida temporal donde al final siempre acaba aflorando el coste real. La subida del precio de la energía, sobre todo de origen fósil, era una realidad antes del estallido de la guerra en Ucrania. La falta de coherencia técnica y temporal entre la regulación y las necesidades reales es desde hace tiempo un mal de nuestros días. Pero en el ámbito de la energía resulta casi insoportable. Además, la línea divisoria entre subvenciones y ayudas de Estado es muy tenue. Según el economista danés Erik Nielsen, el conjunto de los países de la UE ha comprometido el 5% del PIB conjunto en ayudas a empresas y familias para compensar los altos precios energéticos. En el último mes Alemania ha aprobado hasta 300.000 millones de euros adicionales. Como siempre en la UE, el momento de hacer excesos es cuando los alemanes los hacen, después volverán a estar prohibidos. España carece de recursos públicos para realizar semejantes esfuerzos, son por lo tanto los fondos europeos Next Generation nuestra única y última oportunidad. ¿Seremos capaces esta vez de utilizar todos estos recursos a tiempo? Se admiten apuestas.
Rodrigo Rato fue vicepresidente del Gobierno, director gerente del FMI y presidente de Bankia
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