Cuentas públicas

La droga del gasto público

Pedro Sánchez, campeón del dispendio, ha elevado el techo de gasto durante su mandato en casi 100.000 millones de euros

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El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, y la vicepresidenta primera y ministra de Hacienda, María Jesús Montero Europa Press

Definitivamente, el mundo ha vuelto a girar hacia posiciones de gasto público expansivo, fuertemente intervencionistas, si es que alguna vez ha abandonado dicha posición. Porque ha habido destellos de liberalismo clásico económico, sí, especialmente a través de las rebajas de impuestos y la eliminación de trabas en la economía, como llevaron a cabo el presidente Reagan en Estados Unidos, la primera ministra Thatcher en el Reino Unido o, en España, el presidente Aznar, pero incluso en sus mandatos, por uno u otro motivo, no dejó de haber partidas importantes para el gasto público –ligadas a Defensa, cosa lógica–, aunque, por ejemplo, el presidente Aznar logró rebajar el peso del gasto público total de manera importante, del 44,10% de gasto público sobre el PIB de 1995 al 38,40% de 2003 –último año completo de su mandato–. También, pese a que la reducción del gasto no fue tan intensa como se pensaba que iba a ser antes de las elecciones de noviembre de 2011, en el mandato del presidente Rajoy también disminuyó dicho peso –pero, en este caso ensombrecido su efecto positivo en la economía por una negativa subida muy importante de impuestos el 30 de diciembre de 2011, aunque se debiese a la pésima herencia recibida del presidente Rodríguez Zapatero–.

Ahora, tras la política fiscal expansiva por el lado del gasto aplicada por la casi totalidad de economías mundiales tras la pandemia, no se ha producido una corrección del gasto, sino que la mayor parte de ellas quiere intensificar dicho gasto público. Tantos años después –y tantos fracasos del intervencionismo público después– los principales dirigentes políticos se empeñan en errar, al aplicar las recetas que Keynes diseñó para salir de la depresión económica del periodo de entreguerras.

Los amantes del intervencionismo se empeñan en defender estas ideas de Keynes sin estudiar en profundidad su obra, imponiéndose el keynesianismo, que nada tiene que ver con Keynes, pues este iba a rectificar su teoría, pero su fallecimiento lo impidió y sus seguidores, los keynesianos –que hay que distinguir del propio Keynes–, llenaron de dogma inamovible lo contenido en las teorías de Keynes.

Tras la II Guerra Mundial, el gasto público se expandió como nunca, trasladando con fuerza a Europa la práctica de intenso gasto implantada por el presidente Roosevelt en Estados Unidos. El Estado del bienestar avanzó a pasos agigantados, elemento que consolidó unos niveles de gasto muy elevados que, con independencia de que algunas medidas o actuaciones puedan constituir un avance como sociedad, que nadie pone en duda, como una sanidad y educación universales –por ejemplo, el fomento de otro tipo de actuaciones no imprescindibles–, hace que ese gasto vaya volviéndose cada vez más insostenible.

Así, una cosa es que, como el propio Adam Smith dijo, pueda ser necesaria la intervención del Estado en la educación, por ejemplo, por los efectos beneficiosos que la provisión de ese bien puede tener para el conjunto de la sociedad en el medio y largo plazo, y otra muy distinta es que, al final, se financien múltiples actuaciones que no deberían correr a cargo del gasto público, en lo que mi maestro, Pedro Schwartz, ha venido en calificar como el proceso en el que «toda necesidad se convierte en un derecho».

Por ese camino va el mundo, desgraciadamente, pues no se dan cuenta, por una parte, de la visión cortoplacista de su actuación, ya que si se trata de que el sector público cubra todo, terminará estallando, más pronto que tarde, con lo que los recortes que entonces habrá que acometer serán mucho mayores, pues el incremento confiscatorio de los impuestos habrá arruinado la economía y el nivel de crecimiento exponencial de la deuda, además de haber expulsado a buena parte de la iniciativa privada, será insostenible.

Por otro lado, debido al efecto atracción de su economía, es posible que, pese a no ser deseable un nivel elevado de déficit tampoco allí, Estados Unidos siempre tenga más facilidades para financiarlo, cosa que no sucederá con otras muchas economías.

Por eso, es tremendamente peligroso entrar en una competición por ver quién gasta más y alardear del aumento de gasto, porque eso se traduce, a la larga, en aumento de impuestos –bien actuales, bien diferidos en forma de deuda, bien silenciosos como la inflación–. El mundo está drogado por el gasto público, donde destaca en ello, especialmente, España; droga que convierte a la economía en un enfermo dependiente del gasto público, pues afecta negativamente a sus órganos vitales, es decir, a la economía productiva en el medio y largo plazo, al tiempo que esconde la incapacidad para hacer otras propuestas de reforma que dinamicen la economía, incapacidad que lidera, sobradamente, el presidente Sánchez, campeón del gasto público, con una elevación del techo de gasto en su mandato en casi 100.000 millones de euros.