Editorial

Desmantelar museos como peaje político

No es fácil desvincular, aunque Cultura lo niegue, la dimisión de la directora general de Bellas Artes, Dolores Jiménez-Blanco, de brillante trayectoria académica, de la declaración de intenciones del actual ministro de Cultura, Miquel Iceta, en pro de un proyecto de «federalismo cultural», que entre el común de los expertos del ramo ha sido inmediatamente interpretado como una operación de desmantelamiento de los museos nacionales en favor de las reclamaciones localistas.

No es cuestión, porque, a nuestro juicio, está fuera de discusión, defender la trascendencia de mantener unidas unas colecciones que representan el devenir histórico del pueblo español, como conjunto, y que se instituyeron, precisamente, para reforzar el sentido de Estado de la nación, pero que, además, fueron instrumento decisivo para salvaguardar un patrimonio disperso, mal preservado y estudiado, y sometido al permanente saqueo propiciado por invasiones, guerras civiles y desamortizaciones. Ese fue, precisamente, el origen del Museo Arqueológico Nacional, fundado por Isabel II en 1867, en el que se reunieron las piezas más significativas de la historia de España, desde sus primeros vestigios, hoy, sin embargo, en la mira de unos actores políticos regionales y locales que reclaman las obras más emblemáticas allí conservadas, pero que nada quieren saber de los ingentes depósitos –más de un millón de objetos– que custodia el museo.

Acceder a la pretensión de dispersar por toda la geografía española los fondos museísticos nacionales, incluido, por supuesto El Prado, no sólo empobrece ese sentido de comunidad del Patrimonio, sino que no aporta nada significativo a sus promotores. Podría, incluso, entenderse, en última instancia, el traslado de sede, como fue el caso del Museo del Ejército, actualmente radicado en Toledo, pero nunca el desmantelamiento de las colecciones que, dicho sea de paso, han quedado prácticamente cerradas desde que se aprobó la Ley de Patrimonio Nacional de 1985, que transfirió la gestión arqueológica e histórica a las comunidades autónomas. Con todo, lo peor es la sospecha extendida en el mundo cultural de que nos hallamos ante el pago de un peaje político por parte de un Gobierno en minoría parlamentaria, que depende de los votos de los partidos nacionalistas y de la izquierda, dispuesto a acceder a viejas reclamaciones, como la de la Dama de Elche o las placas de la Ley Flavia Malacitana, reiteradamente rechazadas por todos los ministros de Cultura que han precedido a Iceta.

Con un problema añadido, que una vez abierta la puerta a esas reclamaciones, la dispersión podría llegar a prácticamente todos los museos españoles, sin perjuicio de su titularidad, con los consiguientes conflictos y enfrentamientos de carácter regionalista, antítesis de la idea de nación.