Reino Unido

En la muerte de una reina irrepetible

Fue el pueblo quien se prestó a proteger a su reina. Así, en la hora del balance habrá de reconocerse en Isabel II el valor sereno ante las dificultades, sin que nunca la coyuntura nublara su conducta

El fallecimiento de Isabel II entristecerá a millones de personas, y no sólo en el Reino Unido, porque fue una mujer que pese a la distancia que impone el rígido protocolo de la monarquía inglesa, supo hacerse querer y se convirtió en una figura familiar, incluso, pintoresca en el mejor sentido del término, pero, institucional y políticamente, no supondrá un cambio dramático en la estabilidad de una de las democracias más antiguas y sólidas de Occidente, anclada con firmeza sobre una Institución, la monarquía parlamentaria, que ha conformado a lo largo de la historia el espíritu de una nación que llegó, como la española, a dominar buena parte del mundo. Su hijo Carlos hereda el trono británico y será el nuevo jefe de Estado. Y, sin embargo, ha muerto una reina irrepetible por muchos aspectos, que trascienden lo personal, porque nos hablan de nuestra propia peripecia en un tiempo, casi un siglo, que ha traído una impensable aceleración de la vida y de las relaciones sociales y políticas, hasta tal punto que hace irreconocible para las actuales generaciones el mundo en el que nació y vivió sus años de juventud una mujer, que, desde su privilegiada posición, supo reconocer la magnitud de aquello que se avizoraba, trató de usarlo en beneficio de la corona y de su país, que es tanto como decir lo mismo, y consiguió, merced a una carácter afable y cercano, pero de una fidelidad estricta a los rigores del cargo, restañar los daños infligidos a la Institución. No en vano, la coronación de Isabel, en 1953, fue la primera ceremonia de ese tipo que se retrasmitió en directo por televisión, llevando al ciudadano del común la brillantez y la pompa de una monarquía que, en medio de las dificultades de una dura postguerra, con los clarines de las guerras de emancipación sonando en las últimas colonias, aún podía presumir de glorias imperiales. Es ocioso especular sobre si Isabel II fue consciente de lo que iba a significar para la estabilidad de la corona, una institución sujeta, como todas, a las flaquezas humanas, el escrutinio permanente de las nuevas tecnologías de la comunicación, pero, incluso, en aquel «annus horribilis» de 1992, cuando sus hijos, Carlos y Ana, eran pasto de toda la Prensa mundial, que aireaban los «escándalos» de unas dolorosas circunstancias personales, y el prestigio de la Casa de Windsor parecía tambalearse, la reina Isabel supo arroparse en el respeto y la devoción de la mayoría del pueblo británico, tanto hacia la persona de la monarca, como a lo que representaba la corona como esencia misma de la nación y garantía de su pervivencia. Fue el pueblo quien se prestó a proteger a su reina. Así, en la hora del balance –apresurado y escrito desde la propia percepción de lo que puede llegar suponer para la Institución monárquica y sus representantes la concertación de unos adversarios dispuestos al ataque sin reglas ni límites–, habrá de reconocerse en Isabel II el valor sereno ante las dificultades, sin que nunca la coyuntura nublara su conducta. Y, también, su labor, necesariamente callada, por las limitaciones inherentes al modelo parlamentario, pero permanente, parar ayudar a preservar la unidad de su reino. Y lo hizo, pese a la torpeza, primero en Gales, luego, en Escocia, de algunos de sus primeros ministros. Como, igualmente, trató de mantener los vínculos espirituales y de hermandad con las nuevas naciones que iban surgiendo del moribundo imperio, con no poco éxito, todo hay que decirlo. En definitiva, con Isabel II al frente de la jefatura del estado, el Reino Unido ha sabido superar las sucesivas crisis de ese mundo acelerado e imprevisible que nos ha tocado vivir y que ella consiguió transitar sin perder un ápice de su personalidad. Sin ella, los británicos tendrán que afrontar un futuro que, en lo inmediato, no parece muy halagüeño, mientras buscan su sitio a caballo entre las dos orillas del Atlántico. Probablemente, nunca volverá a recorrer los salones del palacio de Buckingham una reina como ella, tan cercana en el corazón y la estima de su pueblo, capaz de prestarse a la amable y, desde luego, chauvinista bufonada de la ceremonia de inauguración de los Juegos Olímpicos de Londres, –ese impagable paseo de la mano de Daniel Craig–, pero sí contarán los británicos con el baluarte de las libertades y los derechos políticos y sociales, la democracia, en suma, que representa la corona británica, como lo hace también la monarquía española. Descanse en paz.