Análisis

El PSOE de Nunca Jamás

Sobrevivió a las crisis de los socialistas europeos y al cambio de baronías por un liderazgo férreo, pero puede sucumbir a la coalición con Podemos

Ilustración PSOE
Ilustración PSOEPlatónLa Razón

Aunque Giulio Andreotti insistía en que «no desgasta el poder; lo que desgasta es no tenerlo», es más que probable que en La Moncloa hayan empezado a ponerlo en duda a lo largo de esta semana. El enésimo capítulo de las tensiones entre los dos socios de Gobierno, PSOE y Podemos, estaría detrás de este cambio de percepción: los de Pablo Iglesias han enmendado sus propios Presupuestos y han pedido la dimisión del ministro Fernando Grande-Marlaska, de su propio Ejecutivo. Autoenmienda y autodimisión. Unas excentricidades políticas, novedosas y cercanas al absurdo, que sitúan a Pedro Sánchez en una posición cada vez más complicada de justificar hacia sus compañeros de siglas, hacia sus militantes (a los que incluso ha enviado una carta para explicarse) y también hacia sus (potenciales) electores. Los últimos movimientos de los morados parecen dirigir el paso y hasta el rumbo del PSOE, por lo que en un goteo incesante a lo largo de los últimos días, figuras reconocidas del socialismo (algunas, fuera de las instituciones; otras, en activo) han cuestionado, con distinto nivel de decibelios, el pacto con Bildu para aprobar los Presupuestos y el guiño a ERC sacrificando el castellano como lengua vehicular en Cataluña. La respuesta defensiva no se ha hecho esperar y la portavoz socialista en el Congreso, Adriana Lastra, marcaba distancias con los dirigentes históricos de su partido con un rotundo: «Ahora nos toca a nosotros (nuestra generación)».

¿Un nuevo tiempo?

Aunque de cambios de época ya habló Felipe González en el Congreso de Suresnes en 1974, cuando aludió a «una ruptura generacional» para refundar el PSOE. Entonces sí, con la intercesión de los socialdemócratas europeos Willy Brandt y Olof Palme que impulsaron el abandono definitivo del marxismo, hubo realmente un salto generacional. El argumento de Lastra (que más bien recuerda a esos niños de Peter Pan que viven en la isla de Nunca Jamás y se niegan a crecer) olvida que quienes defienden ahora el giro en el PSOE no son recién llegados, llevan toda su vida en política y hasta hace poco renegaban de Bildu o ERC con argumentos opuestos a los que ahora defienden. La transformación de hoy no es el paso de una generación a otra: es un ejercicio de trapecismo ideológico.

El PSOE de Sánchez empieza a no parecerse en nada a los anteriores. Ni en la forma ni en el fondo. La nueva era, que empezó el 29 de octubre de 2016 a bordo de un Peugeot 407 después de un gran fracaso (seguido de su gran remontada), dibujó un sistema de poder interno muy alejado de los pesos y contrapesos clásicos de la Ejecutiva socialista. Esa tradición de barones que influían en las políticas se ha desvanecido. Poco importa que clamen en los medios de comunicación o en las redes sociales. Del «no tiene un pase» de Emiliano García Page a las «náuseas» de Guillermo Fernández Vara. Ninguna de estas críticas tiene ni cabida ni consecuencias reales en el nuevo organigrama socialista: creado tras las primarias en 2016, con un poder más vertical y más dependiente del líder que nunca. Una (re)interpretación moderna del «quien se mueva no sale en la foto» de Alfonso Guerra.

Pero, al margen de estos cambios en el reparto de poder socialista, las críticas de las últimas semanas se dirigen directamente a ese Rubicón que parecen haber cruzado unas siglas unidas a la historia de la España más reciente y que se alejan de la socialdemocracia que representaban hasta ahora. El acercamiento a Bildu (con el que Sánchez aseguraba que nunca pactaría) marca un antes y un después y lleva el debate a un escenario en el que Iglesias se siente cómodo. El vicepresidente nunca lo ha ocultado. Al mismo ritmo al que va ejecutando su plan para dotar de estabilidad parlamentaria a la mayoría de la investidura, el PSOE se va alejando de su ecosistema natural. Y algunos ministros ya muestran en público (además de en privado) su incomodidad. El guion de Iglesias aspira a atribuirse las políticas sociales, algunos cambios en educación o incluso sus últimas incursiones en política exterior para tratar de dibujar unas relaciones internacionales con socios para España muy diferentes a los habituales. La expansión de las políticas de Podemos empuja a las del PSOE. Como apuntaba Page: «Nos arrincona en una esquina del tablero».

El fantasma del Pasok

A lo largo de la última década los partidos socialdemócratas en Europa han sufrido graves crisis de identidad. La dureza de la Gran Recesión, y sus posteriores terremotos sociales, pusieron en riesgo su existencia. El ejemplo más claro fue el del Pasok, que de formar gobiernos en Grecia se redujo hasta la práctica desaparición (por el empuje del partido hermano de Podemos, la Syriza de Alexis Tsipras). Pero también Francia o Alemania vieron cómo sus partidos socialdemócratas iban debilitándose en las urnas.

En España, entonces, se vaticinaba el sorpaso de Podemos al PSOE: los morados crecían en votantes y apoyos a medida que los perdían los socialistas. Esa inercia, sin embargo, cambió con la moción. Los de Sánchez se impusieron en dos convocatorias generales en 2019 y asentaron su poder autonómico: se salvaron de la pasokización. Su gran paradoja fue que para mantenerse en el poder tuvieron que pactar con el mismo partido con el que competían por el espacio demoscópico. Resistieron en las urnas, pero ahora se desafían en cada Consejo de ministros. Casi un experimento político que fuerza las costuras ideológicas del PSOE. Ahora queda ver hasta dónde. O hasta cuándo.