Inocencio Arias
Laya no fuma porros
Ningún ministro de Exteriores se atrevería a tomar una decisión de ese calibre sin consultar con la Presidencia
No he trabajado con ella, no la conozco, no he charlado con ella. Me resulta, sin embargo, inconcebible que la ex ministra de Exteriores se coma el marrón de la traída del líder saharaui que puso a Marruecos de los nervios. La señora Laya no parece, ni es, Thatcher, ni Merkel ni siquiera von Layen tan despreciada por el turco Erdogan en el incidente del «sofagate». No, es más modesta, en algún momento pudo parecer un poco pardilla, es decir que el traje de conductora de nuestra diplomacia le venía un poco ancho. Puede ser, debutó con aquel infantilismo muy sanchista de que «España ha vuelto», pero no era una metepatas ni propensa a declaraciones altisonantes. En un Gobierno propenso al triunfalismo que destilaba su jefe fue más bien prudente. Incluso arropó a Sánchez, el día del infausto paseíllo en que perseguía a Biden, mintiendo piadosamente al decir que los dos presidentes habían tenido tiempo de hablar. Si habían hablado, ¿por qué Sánchez se obstinaba en decir algo al americano en los 30 segundos del paseo?
Ahora resulta que Laya va a ser imputada por haber dejado entrar «ilegalmente» al saharaui con posibles cuentas pendientes con nuestra Justicia. Me parece descabellado que la responsabilidad recaiga en ella. No ya porque es muy posible que los acuerdos Schengen permitan que en casos muy excepcionales una persona extranjera entre en un país sin los trámites de pasaporte. No lo sé, pero lo que resulta obvio de toda obviedad es que ningún ministro de Exteriores se atrevería a tomar una decisión de ese calibre sin consultar con la Presidencia. Ninguno.
He trabajado de cerca, a veces muy de cerca, con varios, Oreja, Pérez Llorca, Ordóñez, Matutes, etc. Es impensable que alguno de ellos admitiera por razones humanitarias o de otro tipo al enemigo número 1 de Marruecos, país suspicaz y quisquilloso, sin que hubiera una luz verde clara de La Moncloa, de Suárez, de Calvo Sotelo, de González, de Aznar. Uno puede especular con que Iván Redondo autorizó el asunto sin hablar claramente con su presidente. Tampoco es creíble, a no ser que el presidente estuviera en la cama con 40 de fiebre y durante tres o cuatro días no se atrevieran a perturbar su sueño. No es plausible.
Mi experiencia me lo dice y declaraciones recientes me lo confirman. Villarino, el jefe de gabinete de Laya, un diplomático competente y discreto al que han injustamente medio empitonado, ha manifestado en el juzgado que la ministra, su jefa, le dijo «que se haba decidido traer al argelino por razones humanitarias». Ante otra pregunta del juez sobre quien lo habría decidido el diplomático respondió que «el Gobierno no era un reino de taifas», es decir en el que cada uno iba por su cuenta. Blanco y en botella. Era claro que se refería a una instancia superior a Laya.
Meses más tarde, con la crisis afgana, el nuevo ministro de Exteriores se desgañita con la prensa asegurando que su jefe no se está tocando la barriga en su finca de reposo en fechas en que no comparecía como otros europeos. «No voy a contar las veces que hablo por teléfono con él cada día y abordamos el asunto».
Estoy seguro de que habló, pero, ¿es convincente que Albares se pasara la jornada despachando con el presidente sin dejar que se diera un chapuzón y cuando a la anterior ministra le surge un tema muy peliagudo no llame al jefe o a una persona de su total confianza de Moncloa?
Es inverosímil. La señora Laya, como sus predecesores, no podía ser tan osada de hacer algo de tal calibre sin la aquiescencia e instrucciones de arriba. He indagado, entonces, si podía estar beoda o fumada en los largos días de la decisión y desobedeciera. Me dicen que no, que no le da al porro ni siquiera cuando está de mal humor. Todo apunta más alto.
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