Control al Gobierno

Como Marsellus Wallace

El líder del PP, Pablo Casado, en la sesión de control al Gobierno
El líder del PP, Pablo Casado, en la sesión de control al GobiernoAlberto R. RoldánLa Razón

Los residuos de disparo caen sobre la ropa y las manos de las personas cercanas al lugar donde alguien detona una pistola. Los miércoles, en la Carrera de San Jerónimo, Pablo Casado arroja su discurso en apenas dos minutos. Al concluir tiene la corbata cubierta de antimonio y plomo. No aguarda respuesta porque en el O.K. Corral la cosa va de capitalizar el minuto de oro y comerse el telediario. Ayer, durante la sesión de control, le preguntó al presidente por sus promesas. Acusó a Pedro Sánchez de mentir con dejes compulsivos. «Prometió empleo joven», dijo, «y terminó comparándolos con un bono peronista». Se queda corto: estos días hemos visto un vídeo que exhorta a votar al PSOE si quieres que mantenga vivo el chollo. Cuando Casado propuso acordar la renovación de los órganos constitucionales su antagonista no dijo ni mu.

Sánchez, que gasta fama de killer, rebate al jefe de la oposición con el desprecio que no gasta con los nacionalistas. Aitor Esteban, del PNV, habló con voz grave y tronante de las eléctricas, que repercuten sus pérdidas en los clientes. Curiosamente ya nadie acusa a Moncloa de mantener a los españoles en la pobreza energética y la pauperización lumínica. Eso era antes, con Mariano Rajoy. Ahora hemos descubierto las insondables complejidades del mercado energético. «Debe de hacer algo ahora», dijo Esteban, «está en juego el futuro de la economía». En su garganta borboteaba un chispazo teatral. El impostado manierismo del actor secundario que al apagarse los focos saldrá del brazo del galán, al que le unen los intereses creados. Al final habrá boda, pico, arroz y presupuestos.

Sánchez estuvo más punzante con Mertxe Aizpurua, portavoz de EH Bildu, condenada por apoyar el terrorismo, que fue editora de Egin, directora de Gara y, uh, leo que miembro, o miembra, de ‘Maite Soroa’, aquella reunión de hienas que al estilo de los más grotescos panfletos del 36 pintaban dianas en el careto de los periodistas díscolos. Digo que el presidente estuvo más agudo con Aizpurua, que no fiero. De un papirotazo afeó el elogio del plebiscito de la indigenista. Tampoco necesitaba despeinarse para largar que «la democracia española es sólida y lo peor que podemos hacer es fracturar y dividir con referendos que no aportan nada». Lastima que no recuerde que sus socios para las cuentas, los mismos con los que clona y suplanta los cauces parlamentarios, convocaron un referéndum con el objeto de hacer una pira con la ley para después fumársela. Al concluir su réplica el presidente abandonó el hemiciclo. Dejaba el sitio a Nadia Calviño, antigua economista de prestigio, hoy cancerbera del jefe.

En el frenesí ideologizado, bronco y sucio, no hay fronteras ni líneas rojas que no puedan franquearse. Basta con invocar la resistencia al enemigo o recordar el nombre de la tribu propia. En atención al progreso, la nación, el destino o su pinche madre sus señorías conjugan todos los libelos sectarios. Achican los espacios comunes. Impiden los pactos. Como explicó el otro día el filósofo José Luis Pardo, hablamos de polarización pero el lenguaje pseudocientífico maquilla el auge extremista. Lo inoculó el ascenso de partidos como Podemos, que hicieron fortuna negando la legitimidad de la democracia representativa. Se enriquece con Vox, que planta cara a los desleales mientras dedica los fines de semana a emular los coros y danzas de cuando entonces. Culmina con los nacionalistas, que confunden el parlamento con una lonja donde comprar transferencias.

Hablando del precio de la luz Teodoro García Egea le espetó a Yolanda Díaz que en España los únicos enchufes que funcionan son los de la condenada a la que ha colocado Irene Montero. La vicepresidente segunda estuvo dogmática al apelar a la Constitución. Cuando Macarena Olona, de Vox, habló de la ministra comunista, la presidente del Congreso, Meritxell Batet, que no se entera de nada, afeó a la diputada de Vox los supuestos insultos. No debería. El PCE fue uno de los puntales de la Transición y en el Comité Central ondeó la rojigualda. Claro que fue hace eones. Antes de que los hijos de padres fraperos, lobito bueno, se pusieran medievales con las entrañas de una izquierda a la que mimaron como Marsellus Wallace al viejo Zed.