Tribuna
Caudillo
Esta encarnación del pueblo y la democracia en el líder no es nuevo. El propósito es perpetuarse. Difícilmente habrá elecciones imparciales
T ras el período de angustia para sus seguidores, el presidente del gobierno está dispuesto a marcar un antes y un después, limpiar de fango la política y poner a la prensa y al poder judicial a salvo de la derecha y la ultraderecha. Más allá de lo insólito, es el paso final de una estrategia por la que se trataba, crudamente, de demonizar al adversario, de negarle legitimidad moral; de afirmar que lo peor que podía suceder a los españoles era que la oposición (derecha y ultraderecha) ganase las elecciones, pues de inmediato cercenaría los derechos de los españoles. Y los defensores de la democracia, los progresistas, debían impedirlo.
El corolario lógico es que, si ese era el peor mal imaginable, cualquier alternativa sería preferible y aceptable cualquier medio para impedirlo. En este contexto, la ocupación de todos los resortes del poder era la forma de evitar que los enemigos de la democracia se hiciesen con ellos: Fiscalía, CIS, CNI, Tribunal de Cuentas, Constitucional, etc. Incluso RTVE, la Función Pública o el Banco de España. La dialéctica del nosotros y ellos, buenos y malos, demócratas y antidemócratas que no aceptaban un gobierno legítimo desembocó en «el muro». Las estrategias de división y frentismo nunca buscan ampliar la base electoral. Se trataba más bien de fidelizar, cerrar filas. El muro no buscaría impedir que los de fuera entrasen, sino evitar que los de dentro saliesen. Como el de Berlín.
A la captura de las instituciones le faltaban las dos piezas mayores: poder judicial y prensa libre. Se aprovechó la complicada situación familiar del presidente para el asalto final. Una operación de manual: crear zozobra entre los suyos, presentarse como víctima de poderes maléficos, identificar al enemigo -la derecha y la ultraderecha- como antidemócrata, el fango, la jauría mediática (antes, la caverna mediática), los golpistas con toga…
Los más exaltados del partido del gobierno y los inevitables Sumar y Podemos acuñaron el término para canonizar el asalto: era preciso «democratizar la justicia», los medios de información, incluso «democratizar la economía» (Yolanda dixit). ¿Y qué significa «democratizar»? Someter a la voluntad popular. Y como la soberanía, afirman sin sonrojo, reside en el Congreso, lo decidido por una mayoría de diputados es la expresión democrática de la voluntad popular, ante la que todos los poderes e instituciones deben someterse.
Del segundo acto del drama surge la figura del líder como encarnación de ese pueblo y de esa democracia: humano, atacado en lo más íntimo, pero que se sobrepone, por el clamor popular, opta por sacrificarse y evitar a los suyos el desamparo al que su marcha les hubiera abocado. Ha conseguido la adhesión incondicional de su partido. Nadie querrá quedarse atrás en la exaltación. El «puto amo», le llamaba embelesado uno de sus adeptos. En los congresos estalinistas, los aplausos eran, literalmente, interminables, porque nadie estaba dispuesto a correr el riesgo de ser el primero en dejar de aplaudir.
Su partido ha asumido, sin cuestionarlo, que la prensa, en manos de la derecha y la ultraderecha, acosa ilícitamente a su persona con insultos y bulos, y que instrumentalizan la justicia. Que ello es un ataque a la democracia. Y que, por tanto, se debe limitar la libertad de prensa y controlar la justicia. (No se dice así, se dice «democratizar»). ¿Cómo y a quién hacerlo? Mediante ahogo financiero y a quienes considere que atenten contra su persona o su círculo.
Que un periódico desvele actividades empresariales de la esposa del presidente y que un juez abra diligencias para investigar posibles conductas irregulares es lo normal en una democracia en que nadie, ni siquiera el presidente, goza de impunidad, pero bajo este discurso se convierte en un ataque a la democracia, y el periodista o el juez que transita este camino queda es un difusor del fango. Para impedirlo, el Ejecutivo se apresta a modificar la Ley de Enjuiciamiento Criminal para atribuir a los fiscales la investigación de los delitos. Y, en palabras del presidente, ¿de quién depende la Fiscalía? Pues eso.
Esta encarnación del pueblo y de la democracia en el líder no es nada nuevo. Salvando las distancias, lo vimos en Castro, Chávez o Trump y Mussolini. La separación entre «el pueblo» y «la casta», la identificación del líder con el primero, como encarnación de la democracia, la ocupación desprejuiciada del Estado y la exaltación del líder que, humano, se sacrifica por el bien común, son la hoja de ruta canónica de todos los populismos.
El propósito final es, obviamente, perpetuarse. Cierto que habrá elecciones (las hay en Rusia y Venezuela; incluso en Cuba). Con un Gobierno que tenga a su servicio una Fiscalía, la Agencia Tributaria, el Poder Judicial y los medios de comunicación, esas elecciones podrán ser libres, pero difícilmente serán imparciales.
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