Opinión

García Ortiz: anomalía democrática en la apertura del año judicial

Quien está procesado por vulnerar la legalidad no puede seguir al frente de la institución encargada de defenderla

El fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz, tras declarar como imputado por la revelación de datos de Isabel Díaz Ayuso
El fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz, tras declarar como imputado por la revelación de datos de Isabel Díaz AyusoAlberto R. RoldánLa Razón

Hoy se inaugura el año judicial en un solemne acto en el Tribunal Supremo, presidido por Su Majestad el Rey. Una ceremonia que simboliza el compromiso de la Corona con la independencia del Poder Judicial y en la que el fiscal general del Estado interviene protocolariamente para dar cuenta de la situación del Ministerio Fiscal. Este año, sin embargo, esa intervención estará inevitablemente marcada por la sombra de su procesamiento judicial.

En una democracia saludable, un fiscal general procesado por el Tribunal Supremo por revelación de secretos no se hubiera mantenido ni un minuto en el cargo. Sin embargo, en la España de Pedro Sánchez, la anomalía se ha institucionalizado y la falta de decoro democrático se ha vuelto rutina. El pasado 29 de julio, el Tribunal Supremo confirmó la apertura de juicio oral por la filtración de datos personales de un ciudadano particular. No estamos ante una sospecha vaga: estamos ante un auto firme de procesamiento contra el máximo responsable del Ministerio Fiscal por un delito cometido, precisamente, en el ejercicio de su cargo.

No se trata únicamente de la legalidad estricta, porque la legitimidad del fiscal general descansa también en la autoritas, en esa autoridad moral y prestigio institucional que solo se sostiene cuando la conducta personal es intachable. Y un fiscal procesado está, por definición, lejos de poder encarnar esa exigencia.

Su permanencia al frente del Ministerio Fiscal supone una burla a la imparcialidad que debe regir la Fiscalía General del Estado y erosiona profundamente la confianza ciudadana en la Justicia. La imparcialidad no es solo un principio legal, es un requisito esencial para sostener cualquier democracia. Aquí no hablamos de meras sospechas; hablamos de hechos que manchan de forma directa la credibilidad institucional de una figura que debería ser intachable.

Resulta especialmente grave que sea precisamente este viernes, en presencia del jefe del Estado y de las más altas autoridades judiciales, cuando un fiscal general procesado por presuntamente vulnerar la legalidad deba dirigirse solemnemente a la nación. La paradoja erosiona la credibilidad del propio acto, que debería ser un símbolo de respeto institucional y no un escaparate de la anomalía democrática.

El colmo es que el Gobierno tiene la potestad de rechazar esta situación. Podría actuar en defensa del Estado de Derecho. Pero no lo hará, porque necesita a García Ortiz en su sitio. Necesita un fiscal general que actúe de parte, al servicio de los intereses políticos del presidente del Gobierno. No por casualidad, el Ejecutivo ha promovido una reforma legal que pretende trasladar a la Fiscalía —y no a los jueces de instrucción— la decisión sobre si un caso de corrupción sigue adelante o no. Como ha promovido una reforma del Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal que ni tan siquiera contempla recoger por ley el cese ante situaciones como las que ya estamos viviendo. Una reforma hecha a medida para garantizar impunidad a los afines.

Pedro Sánchez ya ha declarado públicamente su respaldo a García Ortiz. Esa protección institucional no responde a criterios jurídicos, sino a una estrategia de blindaje. No olvidemos que este Gobierno ha indultado a corruptos, ha rebajado las penas por delitos de corrupción y ha intentado alterar los equilibrios del poder judicial mediante reformas legales claramente dirigidas.

El problema no es solo la permanencia de García Ortiz. Es el modelo que representa: uno en el que las instituciones están colonizadas, las leyes se moldean al interés del poder y la imparcialidad se convierte en un estorbo. Un modelo incompatible con cualquier estándar serio de calidad democrática. Quien está procesado por vulnerar la legalidad no puede seguir al frente de la institución encargada de defenderla. Quien ha perdido la credibilidad y la objetividad necesarias para el cargo debe asumir su responsabilidad y dimitir sin más dilación. No hay excusas posibles. No hay blindaje ético ni político que justifique su permanencia.

Un fiscal general sin autoritas no puede representar con dignidad al Ministerio Fiscal ante el Rey en la apertura del año judicial ni ante los ciudadanos en su labor diaria. La toga confiere poder (potestas), pero la autoridad verdadera se gana con ejemplaridad.

La apertura del año judicial es un momento solemne que debería proyectar confianza en la independencia de la Justicia. Convertir esa cita en una defensa encubierta de quien está procesado es un insulto al Estado de derecho. Por eso, la dimisión de García Ortiz no es solo una cuestión de ética personal, sino una exigencia democrática para restaurar el prestigio institucional de la Fiscalía y devolver al acto de hoy la dignidad que merece.

Los socialistas insisten en matar a Montesquieu cada vez que pisan La Moncloa. Lo hacen despreciando la división de poderes, manipulando instituciones y desnaturalizando los contrapesos democráticos. Pero no hay regeneración posible sin una ruptura clara con ese modelo mediante una reforma del Ministerio Fiscal que así lo garantice. Por eso, la tarea de renovación institucional será una prioridad del futuro Gobierno de Alberto Núñez Feijóo, basada en un compromiso firme con una Justicia independiente, con una Fiscalía al servicio del interés general y con un Estado de derecho que proteja a los ciudadanos y no al poder.