El análisis

La imparcialidad

Para el usuario del sistema judicial puede resultar chocante, cuando no desasosegante, escuchar que existen asociaciones progresistas y conservadoras de jueces y fiscales

El valor de la palabra dada
Lo ideal, lo que todo el mundo espera del sistema judicial, es que sea lo más imparcial posibleJ.J. GuillénJ.J. Guillén

L o ideal, lo que todo el mundo espera del sistema judicial, es que sea lo más imparcial posible. Por eso, para el usuario de ese sistema, resulta un poco chocante, cuando no desasosegante, escuchar que existen asociaciones progresistas de jueces o fiscales y otras conservadoras del mismo tipo. La ideologización cabría desear que no fuera punto de partida para ese tipo de tareas.

Por supuesto, no somos niños y conocemos que todo ser humano transporta en su cerebro un inevitable corpus personal de puntos de vista y de ideas preconcebidas. No existe el ser humano químicamente puro en el nivel de los prejuicios y quien piense que no los tiene es un cándido. Pero, que estos se pongan en primer plano como punto de partida ontológico, por definición, da que pensar si a quien los escoja no le provocarán ciertas limitaciones.

Lo que sí parece fácilmente deducible, contemplando la historia de la humanidad, es que cuando se decide acogerse grupalmente de entrada a una identidad preconcebida, los choques entre diversas facciones suelen ser más frecuentes y con peores consecuencias. Las guerras civiles suelen darse cuando el ejército de un país se divide en dos bandos que se consideran a sí mismos irreconciliables. Cuando una armada está unida, las soluciones para su país podrán ser mejores o peores, justas o injustas, reversibles o mineralizadas, pero no terminan en una destrucción absoluta.

Las guerras profesionales suelen desarrollar patrones parecidos. Su característica más destructiva es que lo primero que provocan es minar el prestigio público de la profesión. Hace poco escuché afirmar convencida a una amiga que la profesión de juez era una posición prácticamente hereditaria que había quedado casi poco menos que delimitada por ventajas sociales. Por supuesto, se trataba de una persona alejada de cualquier contacto directo con el mundo de la judicatura y lo desconocía por completo. Pero me sorprendió que fuera tan vulnerable a ese tipo de bulos y desinformaciones, que gustan de jugar frívolamente con convertir en estereotipos andantes, simplistas y rupestres, a cosas mucho más complejas. Lo preocupante es que era una persona de cultura media e inquietudes juveniles que, lamentablemente, arrastrada por la falta de tiempo de criar sola dos hijas y de mantenerse en el medio laboral, había ido dejando progresivamente, como tantos, de leer y cultivarse para conformarse con picotear titulares de aquí y allá y sentirse de alguna manera informada. Estremece pensar lo que un caldo de cultivo como ese puede provocar al prestigio de cualquier institución si se mezcla con un escenario de interesados enfrentamientos partidistas.

Afortunadamente, pude decirle a mi amiga que, por casualidades laborales, había tenido que ver de cerca el trabajo de los togados y el panorama que me había encontrado era muy diferente a lo que ella imaginaba. Me alegraba de poder recordarle que existe un gran porcentaje de jueces que no están adscritos a ningún tipo de asociación con premisas ideológicas. Al igual que el votante independiente, prefieren no partir de una militancia que podría influenciar sus decisiones.

En el caso de los fiscales todavía resulta más importante salvaguardar esa imparcialidad porque su tarea, su especialidad y su costumbre es acusar. Un ejército de acusadores lanzado contra otro ejército de acusadores es algo que nadie quiere presenciar. Sobre todo, porque abierto el fuego a discreción de acusaciones se pierde el punto de mira de los objetivos y la tarea de pedir cuentas se traslada entonces al público como algo arbitrario y sin sentido. Promover usos interesados de la información privilegiada de la que ellos disponen no soluciona nada, como tampoco apartar a fiscales porque no nos gusten sus decisiones. Del mismo modo que al ejército le entregamos el monopolio de la fuerza para que esta no se desarrolle en las calles de una manera arbitraria, a los fiscales les damos el monopolio de acusar para que la vida no dependa de simples delatores corruptos a sueldo. Por eso, la diferencia entre fuerza y violencia institucional siempre ha residido en que a la primera la respalda un consenso colectivo y a la segunda no. Y eso es algo que, en cierto modo, también rige (o debería regir) para los fiscales si no quieren desprestigiar su profesión.