Opinión
Sin ira: convivir no nos hace más débiles, nos fortalece
Podemos entender que la Transición no fue la perfección institucional, pero fue el mejor legado que una generación de españoles pudo dejar a un país
España, hace cincuenta años, abrió una senda de convivencia entre miedos, incertidumbres y fracturas de décadas. No era el camino más sencillo, aún perduraba el silencio y el temor a enfrentamientos pasados, pero la valentía de un pueblo de caminar hacia la democracia sin ira, lo hizo posible.
Jarcha retrató un sentimiento colectivo que impregnaba un país: caminar hacia la libertad sin ira. Se convirtió en un himno, pero fue más que eso, fue el lienzo de una sociedad que quería pasar página teniendo un futuro en libertad, desde la igualdad y el respeto al diferente. Esperanza frente al pasado, libertad frente a la opresión, respeto frente al insulto.
Una España de personas libres e iguales. Resulta impensable que, medio siglo después, ese mensaje empiece a diluirse, que la ira se haya hecho fuerte entre nosotros, en los debates, en las redes y, lo que resulta más grave, la manera en que nuestros jóvenes empiezan a ver el presente y el pasado de nuestra tierra.
Formo parte de una generación que creció sin estudiar lo que supusieron en España la Guerra Civil y la dictadura. Llegaba en los últimos días del curso y apenas había tiempo que dedicarle. Otras etapas engullían el tiempo lectivo, o quizás era el miedo a enseñar y explicar una de las etapas más negras de la historia de nuestro país. Seguramente ese vacío ha permitido que peligrosamente vaya entrando un relato falso con un discurso simplista e incluso seductor, lejano a lo que vivieron nuestros padres y abuelos.
Nosotros contábamos con su vida a modo de recuerdo, era aquello que no queríamos revivir. Nuestros jóvenes hoy no lo tienen. Crecí en una familia donde los mayores decían que «de política no se hablaba». Era la consecuencia, o la secuela, de una sociedad que aún recordaba el miedo, que llevó a políticos de toda ideología a abandonar la ira y el rencor agarrándose con fuerza a la palabra, al respeto y a la esperanza durante la Transición.
Ese miedo volvió a recorrer durante horas un país el día del golpe de Estado de Tejero y no fue ahuyentado hasta entrados los 80. Estoy convencida de que esas heridas y cicatrices empujaban a España a caminar hacia la democracia sin ira. Libertad sin ira, libertad.
La realidad hoy no es mejor. Tengo un niño de diez años que, desde su inocencia, me transmitía estos días que los jóvenes decían que «con Franco no se vivía tan mal». Aún no sabe qué es la democracia, realmente no han tenido que preocuparse porque nacimos en ella. Viven en un vacío que no hemos sido capaces de llenar y estamos permitiendo que lo hagan otros. A ello se une lo que consideran un sistema que no solo les ofrece un horizonte incierto sino un presente encanallado donde la ira atraviesa un país y a sus representantes políticos.
No he podido dejar de pensar en sus palabras, era mi hijo quien me lo transmitía. Y quizás eso me obligaba aún más a reflexionar sobre cómo ha sido posible llegar hasta aquí. Lejos de lamentarme por la desconexión de nuestros jóvenes, ha conseguido reafirmarme en nuestra responsabilidad para comprender por qué sucede, y hacerlos protagonistas de este debate.
La igualdad no es lo que les impide avanzar y la libertad no es algo antiguo, lo que realmente les lastra es la ira, que hoy se ha convertido en un relato políticamente rentable. Podemos entender que la Transición no fue la perfección institucional, pero, sin duda, fue el mejor legado que una generación de españoles podía dejar a un país entero.
Nuestra contribución hoy a esa etapa es, en demasiadas ocasiones, el odio, el insulto, la crispación y el desprecio al diferente. Desgraciadamente, es lo que triunfa. La voluntad de entenderse triunfó frente al odio, hoy no parece posible.
Necesito volver a Jarcha, bendita Jarcha. Convivir no nos hace más débiles, nos fortalece. Y no defiende más la democracia quien más grita, sino quien más escucha. La ira no suma, no construye ni nos acerca. Y cuando la ira sustituye a la voluntad de construir un espacio en convivencia, hay quien pensará que puede ocupar el lugar que ocupa la democracia. Cuando sea así, no tendrán ni que pedir permiso.
La democracia es fuerte cuando las generaciones que vienen detrás la defienden porque confían en ella. Y el hecho que haya jóvenes hoy que no lo crean debe ser un aviso serio y una alerta. Solo desde la serenidad y la sinceridad, transmitiendo cuánto costó la libertad y lo difícil que fue construir un espacio donde conviviésemos todos, seremos más fuertes.
No es una responsabilidad ajena y externa. Siento la obligación de transmitir a mis hijos la verdad que merecen, que solo cuidando y defendiendo la democracia tendrán la garantía de poder alzar la voz, reivindicar sus derechos y vivir en libertad mañana. La libertad no se hereda y solo sin ira es posible protegerla.